Resulta tan sencillo localizar la pieza como complejo identificarla. Pero desde 1678, cuando la custodia del Corpus Christi recorrió Murcia por vez primera, la figurita de plata adquiere protagonismo cada año en su espléndido relicario. Podría ser un gorrión o un jilguero, tan propios de estas latitudes. Pero, en realidad, se trata de un pelícano. Y no es la única curiosidad de un cortejo, el del Cuerpo de Dios, que hunde sus raíces a comienzos del siglo XV. En aquel tiempo la ceremonia era un tanto más festiva. Se permitía a los judíos y mudéjares que vistieran sus mejores galas y era frecuente que el Concejo contratara juglares de la morería para animar el cortejo. La procesión estaba precedida por gigantes y cabezudos, danzas de gitanos y la popular tarasca, una serpiente monstruosa o dragón que participó por última vez en la procesión el 14 de junio de 1781. Quedaba suprimida, en aras de la solemnidad, la mascarada. En el cortejo del Corpus también se incluían carros que representaban escenas de nombres tan sugerentes como el Paraíso, el Calvario, el Desenclavamiento, la Destrucción del Mundo, el Infierno, junto a otras imágenes de San Martín, San José, Abraham o los Santos Padres. Sin embargo, la joya más preciada era la custodia, una de las más importantes realizadas en el siglo XVII, obra del toledano Pérez de Montalto. La custodia fue concluida, después de cuatro años de labra en 1678, y recibida en Murcia el 17 de noviembre. En un principio fue llevaba sobre andas, al considerar el Cabildo que no era digna su instalación en una carroza. Dividida en tres cuerpos, el primero se destina a la exposición del Santísimo. El segundo, al nacimiento de la Virgen María. Y el tercero, a un curioso símbolo catequético: el pelícano. Este animal, presente en otras piedras labradas de la ciudad, representa a Cristo. Porque el pelícano, símbolo de la Eucaristía, si resulta necesario, es capaz de herirse y alimentar con su sangre a los polluelos. Los diarios retrataron la composición del cortejo en la segunda mitad del siglo XIX. Abría la marcha un piquete de caballería de la Guardia Civil, seguido por el Cuerpo de Bomberos, que portaba a San Patricio, patrón de la ciudad. Detrás, las Hermandades del Ángel de la Guardia, del Amor Hermoso y de Nuestra Señora del Carmen, con gran número de hermanos alumbrantes. El clero, portando cruces, escoltaban la urna de las reliquias de los Cuatro Santos cartageneros -Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro-, junto a una talla de Nuestra Señora del Rosario y el Santísimo. Cerraba la procesión el Ayuntamiento, con el pendón real y el estandarte capitalino. El desfile también atravesó etapas de decadencia. En 1873, ‘La Paz’ lamentaba el descenso de «hijos de nuestra vega» que acudían a Murcia para contemplar el cortejo, y que «después ocupaban todas las horchaterías, pastelerías y casas de comida». Al parecer, la procesión salía a las calles muy temprano. Aquel año, en cambio, sí sonaron las campanas de la Catedral, impulsadas por los parroquianos que tenían por costumbre ascender a la torre en tan señalada fecha. «Suben a contemplar sus viviendas y partidos desde tan inmensa altura», escribía un redactor. Sombra y mujeres La procesión a finales del siglo XIX aún comprendía tres tallas: San Patricio, la Virgen del Rosario y la Fuensanta. Sin embargo, el Obispado de Cartagena decidió prohibir en el año 1900 la salida de imágenes junto al Santísimo. Salvo algunas críticas, amortiguadas en los periódicos, al pueblo admitió la disposición episcopal. Aún se celebraba esta fiesta un jueves por la tarde, como se mantiene en otros países, lo que dio lugar al remoto refrán: «Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». La entrada del siglo innovó la tradición. La propuesta del alcalde Gaspar de la Peña de entoldar la carrera del cortejo, a cambio de trasladarlo a la mañana, tuvo éxito. Como lo tuvo el sombraje, que ya formaría parte de las calles Platería y Trapería hasta bien entrado septiembre. De tan grande repercusión era esta fiesta que aún en la llamada infraoctava del Corpus -el domingo siguiente a la festividad- se organizó algún año en San Antolín una nueva procesión. Muchos años después, despojados los tres días que relucen más que el sol de su festividad, la iglesia lo trasladó al domingo. Si el Concilio Vaticano I acabó con las imágenes en la procesión, para centrar la atención sobre la custodia, el Vaticano II arrinconaría los tradicionales altares a lo largo del recorrido, hoy felizmente recuperados. Entre otras innovaciones, andando el tiempo, se permitió a las mujeres formar parte de la procesión y volvieron los carros que lanzaban flores y plantas aromáticas en la cabecera del desfile. Para el recuerdo quedan, sin embargo, las carrozas alegóricas que quizá hoy nos recordarían más al Entierro de la Sardina, dragón de Conte incluido, que a tan solemne representación. Pero, aunque se celebre en domingo y no en jueves, los rigores de la calorina murciana mantienen este día como uno en los que todavía luce más el sol.]]>
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