No es necesario padecer la humedad de archivos polvorientos, ni desentrañar antiguos códices medievales o dejarse la vista en inscripciones del año de Maricastaña, para concluir que el histórico Puerto de la Cadena recibe su nombre por eso mismo. Porque allí había dos cadenas, de un extremo a otro del camino, que cerraban el paso cada noche tanto a un lado de la montaña como al otro. Un paso tan estratégico siempre atrajo el interés de cuantas gentes han disfrutado las bondades de esta tierra, desde luego más allá de los pueblos del Libro y de los romanos. Y sin olvidar, aunque se cometa la imprudencia de no enseñarlo en las escuelas, de los íberos, quienes medio milenio antes de Cristo se establecieron en la zona, donde existe una de las necrópolis más importantes de España, sino la que más. También olvidada, ¿qué se creía usted? Así que las entradas al puerto tenían sus cadenas. Allí se pagaba un portazgo o peaje por el paso, pues estas cosas tampoco son inventos de las modernas autopistas. Eran, si se subía desde Murcia, las llamadas Tres Casas del Real Portazgo o Peazgo, “donde se cobran los Derechos Reales”. En su fachada una inscripción recordaba la fecha de la construcción: “Reinando Carlos III. Año de 1796”. En el mismo lugar existía una valla de madera, como recordó en su día el erudito Fuentes y Ponte, “con su cadena para echarla de noche”. El beneficio de los portazgos debía invertirse, al menos según las leyes, en la conservación del camino de que era parte aquel puerto, paraje o puente donde se estableciera. El servicio de cobro de estos impuestos se sometía a subasta pública y los arrendadores se comprometían a realizar las reparaciones menores que fueran necesarias. Entre los más antiguos anuncios registrados por las publicaciones periódicas murcianas se encuentra uno, fechado en julio de 1838, en el ‘Boletín Oficial de la Provincia de Murcia’. El texto anuncia que la Administración de Correos y Caminos aprueba el arriendo “del portazgo del puerto de la Cadena”. El primer remate quedó fijado en 50.957 reales de vellón. La recta de Aljucer Gracias al Boletín también conocemos el modelo oficial que los interesados debían presentar a la subasta para dos años, entre cuyos requisitos figuraba que no tendrían derecho “a pedir rescisión del contrato, ni indemnización alguna, aunque a su recaudación pudiere afectar la explotación de cualquier ferrocarril”. El entorno atesoraba diversas construcciones que la dejadez, más que el viento, se llevó. En la subida, el viajero encontraba dos ermitas. Una dedicada a Nuestra Señora del Populo y otra, junto a las Casas del Portazgo, consagrada a la Virgen de los Dolores. Sobre el dintel de entrada de esta última una lápida recordaba que, “a honra de Dios Nuestro Señor y culto de su Santísima Madre Dolorosa se fabricó esta ermita [en 1790], de Orden del Rey, comunicada por su Ministro Conde de Floridablanca”. Superado el puerto existían las Casas Segundas, de igual fábrica y cadena que las anteriores y con similar lápida y año. Y hasta una ermita consagrada a San José donde, como abajo, se celebraban misas los días de fiesta. Otra lápida, y ya van tres, advertía de que “para bien de sus vasallos, Don Carlos III, Padre de la Patria, mandó abrir estos Puertos y Camino”. Las obras empezaron en 1782 y concluyeron con Floridablanca, auténtico impulsor, seis años más tarde. Las crónicas de la época señalan que el día 16 de marzo de 1784 se colocó en la torre del entonces convento del Carmen una banderola de alineación para trazar la primera parte del camino, que habría de concluir en El Palmar. Por esta razón, curiosamente, se conserva aún la gran recta que une el Barrio con la carretera de Aljucer y el Reguerón. A lo largo de este primer tramo había hasta cinco puentes, conocidos entonces como el del Carmen, del Junco, del Lugar de Aljucer, de Beniaján y de Xaravia. Aparte, otros diecisiete más pequeños saltaban acequias y brazales. Gracias al conde Debe Murcia a Floridablanca, cuyo sepulcro –sumen y sigan– permanece olvidado en la parroquia de San Juan, gran parte del renacimiento que supuso el siglo XVIII en la región. A la reconstrucción de los templos de San Nicolás y San Pedro, junto a otros conventos, se sumó el nuevo Palacio Episcopal, el Puente Viejo y los paseos del Malecón, la alameda del Carmen y la de Capuchinos. A esa renovación de la traza urbana se añadió el Real Camino Nuevo de Murcia a Cartagena, cuya belleza nos legó Fuentes y Ponte en sus descripciones. “Un camino plantado de naranjos, limoneros y, a su remate, de cipreses”, escribiría el investigador, quien también destacaba los bancos de piedra de sillería a la sombra de olmos negros. Las Casas del Portazgo aguantarían el envite del tiempo casi dos siglos. Pero si durante varias generaciones detuvieron el paso de murcianos ante sus cadenas no lograrían frenar el avance de los turismos y camiones. Así que en 1969 se anunció su demolición para ampliar la carretera. Para consuelo de algunos, el diario ‘Línea’ anunció que, “como las previsiones se han estudiado al máximo”, se conservaría una de las lápidas de la fachada. Ya entonces nadie sabía dar razón de las otras inscripciones. La reforma de esta vía, para la que fueron talados todos los árboles que crecían a ambos lados de la antigua carretera, permitió reducir el trayecto entre Murcia y Cartagena “unos 6-8 minutos, con problemas de tapones y entorpecimientos”. Apenas diez minutos que hicieron retroceder al patrimonio histórico, una vez más y perdí la cuenta, muchos siglos con sus horas.]]>
Antonio Botías / Sobre el autor
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