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«¡Que devuelvan los pasos a nuestro convento!»

La riada que azotó Murcia en 1702 arrambló con muchas cosas. Pero la más curiosa, con diferencia, fueron los pasos de la Archicofradía de la Sangre. Porque pasaron de venerarse en los altares del convento del Carmen a Santa Eulalia. Y sin sufrir desperfecto alguno. Esto provocaría la más monumental trifulca entre los frailes y los cofrades por la propiedad de las imágenes.

El paso del Tribunal de Herodes, de Pedro Franco y Sánchez Tapia, perdido durante la Guerra Civil.

Los carmelitas y los ‘coloraos’ no siempre mantuvieron una relación cordial. A veces, incluso, fue tormentosa. De entrada, discusiones hubo sobre qué imagen era la titular de la institución. Eso provocó a finales del siglo XVII el encargo del paso del Cristo del Prendimiento (1693), con el que deslumbró Nicolás de Bussy. Del mismo autor era La Negación (1689).

Estas dos insignias se convertirían pocos años después en objeto de litigio. Todo comenzó cuando el indomable Segura arrancó de cuajo el puente que unía Murcia con el partido de San Benito en 1701. Este hecho animó a la archicofradía a trasladar sus pasos a la parroquia de Santa Eulalia y al convento de San Antonio.

Este último destino era al que se trasladaban para que las monjas los adornaran antes de la procesión del Miércoles Santo, «que suele salir de día un poco tarde para volver ya de noche, en que lucía más».

Todos ante el juez

La excusa de la seguridad no convenció a los frailes. El 6 de mayo de 1702, el prior del convento, Manuel Domínguez, demandó a varios miembros de la archicofradía, entre ellos a los mayordomos Antonio de Lisa; Antonio de Rueda, regidor perpetuo; Luis Villanueva; Martín de Molina, caballero de la orden de Santiago; Francisco Sandoval y Manuel Torrecillas. Acababa de iniciarse un largo y tedioso proceso.

Los frailes exigían que se devolvieran los pasos, que eran de su propiedad y se encontraban en la clausura de San Antonio, y un Ecce Homo, en Santa Eulalia, más otras alhajas de las imágenes.

Joyas como la corona de la Soledad, que más tarde se supo que había sido empeñada para pagarle a Bussy. El propio escultor así lo manifestó, lo que suponía reconocer que la Sangre era propietaria de las imágenes. Entretanto, lo difícil era conocer con exactitud dónde estaban las tallas.

Unas personas disfrazadas

Eso le demuestra que unos días después, Diego Cintas, en nombre del convento, advertía a los jueces de que unas personas disfrazadas habían trasladado todas las imágenes al convento de la Merced. Así que el notario de la Audiencia Episcopal, Francisco García Comendador, se subió a sus alpargates y se presentó en el convento.

En un documento posterior, que se unió a la causa, el notario describió cómo en una habitación que había junto a la sacristía encontró varias efigies. Entre ellas, un Nazareno y una Soledad, el Cristo de las Penas, San Pedro, el Ecce Homo, cuatro niños, Pilatos, el judío y un sayón.

El Obispado ordenó entonces «a los mayordomos de la Sangre» que entregaran las imágenes al párroco de Santa Eulalia, bajo pena de excomunión. La orden fue cumplida al instante, como comunicó a la semana el sacerdote Juan Antonio Valenciano.

Los frailes del Carmen replicaron que tanto el Ecce Homo como la Soledad debían retornar de inmediato, pues habían sido costeadas con limosnas.

La alameda, con la arciprestal al fondo, en una imagen de comienzos del siglo pasado.

Los documentos del proceso se conservan en el Archivo General, entre ellos el curioso acuerdo adoptado en 1689 entre el convento del Carmen y la Cofradía de Jesús para que la procesión de la Sangre hiciera estación de penitencia en Jueves Santo. Acuerdo que no prosperó y causó no pocas protestas de los ‘moraos’.

Entre unas cosas y otras la archicofradía propuso elevar el asunto al Nuncio del Papa. Los ‘coloraos’ incluso recurrieron al Rey Felipe V, quien ordenó a la Diócesis que se inhibiera o al menos escuchara el razonamiento de los nazarenos, quienes argüían que la iglesia del Carmen se inundaba a menudo. Para demostrarlo, recordaron que incluso los frailes la habían abandonado.

Igual se quedaron cortos. De hecho, la riada de San Calixto, en 1651, arremetió con tal fuerza contra el convento que lo arruinó. No levantarían el templo actual hasta 1721 bajo el patrocinio del cardenal Belluga.

El Nuncio, ya en agosto de 1702, se encargó del pleito. Aunque la tensión fue creciendo. La archicofradía le suplicó entonces la razón alegando que los frailes, pese a sus advertencias y ruegos, desoían el peligro de riadas y tampoco habían aceptado construir una capilla para los pasos, con salida directa a la calle, «como la Cofradía de Jesús». Propuesta a la que se opusieron los panaderos de la Cofradía del Carmen, que ansiaban lo mismo.

Pocos, pero pagadores

Eso, como insistió la archicofradía en el pleito, sin olvidar el detalle de que solo 14 cofrades apoyaban a los frailes, «de casi 100 que hay». Solo había un centenar pues todos los hermanados debían satisfacer una cuota dedicada a misas por los difuntos. Pero pocos cumplían. Así que la archicofradía decidió reducir el número de ellos a un centenar, que serían los que pagaban, y empezar de cero.

Tras décadas de enfrentamientos se alcanzó el acuerdo. Una concordia permitió el retorno de la Sangre a su templo del Carmen, no sin antes ver reconocidos sus derechos, sobre todo el de regir la institución a su antojo. Lo que, con el tiempo, resultó un acierto. La archicofradía se volcó entonces en renovar el templo mientras cimentaba la espléndida tradición nazarena del Miércoles Santo sin la cual no podría entenderse la Semana Santa murciana.

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