La seda, aunque hoy pocos tristemente lo recuerden, fue durante generaciones el sustento de cuantos hoy leéis, e igual por ello existís para leerla, esta página. Porque los gusanos eran para muchos de nuestros abuelos su más preciado tesoro. Hasta el extremo de que el Concejo prohibía sacar estiércol de la ciudad en marzo y abril para que los fuertes olores no afectaran a su cría. No pocos huertanos incubaban en los pies de sus camas cada noche la llamada simiente –los huevos– para que el calor acelerara su eclosión. De ello dependía poder dar de comer a sus hijos.
Estas costumbres, en otras latitudes, darían para decenas de tesis doctorales y no menos campañas municipales. En otras latitudes, claro. Así que no extraña que se forjaran sabrosas costumbres en torno al oficio. Cuenta la investigadora María José Díaz, por ejemplo, que era indispensable lavar la simiente en la fuente de la Fuensanta para asegurarse una buena cosecha.
Aunque otros recomendaban darle un baño de vino e, incluso, de orina de niños sanos y robustos. Todo con tal de mantener la calidad de la materia prima, muy superior entonces a la afamada china. No lo dice el cronista: miles de artículos en prensa lo prueban. Por eso se bendecía en una solemne ceremonia en la ermita de San Antonio el Pobre, igual que ayer se hizo en el monasterio de Santa Catalina del Monte gracias a la peña huertana La Seda.
El ritual de la bendición de la simiente, indispensable para aquellos huertanos que a ella confiaban su tranquilidad económica, hunde sus raíces en el siglo XIX. Igual antes. Y gracias a esta peña se actualizó en 1975. Como establecían los remotos cánones, cada primer viernes de marzo, el mismo día en que miles de fieles acudían como acuden al besapié del Rescate en la parroquia de San Juan, cuyo culto recuperó el recordado párroco Juan Bernal que ahora anda camino de los altares.
En aquella ocasión, a las cuatro en punto de la tarde se celebró una misa en la capilla del monasterio, a la que sucedió un vía crucis con el Cristo del Perdón que se veneraba en la Estación Sericícola. La ceremonia culminó con la histórica bendición.
El Perdón, alcalde perpetuo
Es justo añadir que la actual Cofradía del Cristo del Perdón, la que sale del castizo barrio de San Antolín cada Lunes Santo, fue creada, mire usted por donde, por el gremio de tejedores y torcedores de la seda. Por eso, en el acto de la bendición del que nos ocupamos figuraba el antiguo estandarte de la cofradía capitalina.
Al Perdón de San Antolín, ya que lo mencionamos, acaban de nombrarlo alcalde perpetuo de tan señero barrio. Poca distinción parece pues, como solo los murcianos avisados perciben, esa talla remota es, por encima de creencias religiosas, el vecino del común más ilustre. Y el que más, las cosas como sean, ha dado fama a tan espléndido rincón de la ciudad.
De hecho, como cualquiera puede comprobar en Lunes Santo por la mañana, los parroquianos acuden a su descendimiento y luego le echan el alboroque, tal que si fuera un difunto al uso antiguo, en las históricas tabernas: el Guinea, la Viuda o el Luis de la Rosario, con su inigualable Pedro tras la barra.
El alboroque es una costumbre remota que consiste en acudir a los colmados, una vez enterrado el difunto, para brindar por su gloria eterna: la misma que a muchos se les deseaba casi tanto como gloria dejaban.
A lo que vamos. La costumbre de la bendición de la seda estaba bien arraigada en esa agenda inmaterial de nuestra huerta, esa que tantos alcaldes, a menudo por ignorancia, relegaron al olvido. Valga un ejemplo. En 1915, el periódico ‘El Tiempo’ anunciaba que, «como de costumbre», se celebraba el primer viernes de marzo.
Murcia y la seda
En aquella ocasión, «desde uno de los balcones» del monasterio de Santa Catalina del Monte, se realizó la bendición a cargo del fraile Gaspar Ortiz. Y concluía la crónica dando cuenta de la antigüedad de esta tradición: «Esperamos que este año no decaerá el entusiasmo de los años anteriores en que suben en romería desde tiempo inmemorial la mayor parte de las familias de toda la hermosa vega murciana».
Murcia sin la seda no sería Murcia. O sería una capital de provincias al uso. Es posible aportar no pocas referencias al ancestral oficio murciano. Otro ejemplo: «Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia». Así describía Cervantes, en la primera parte de su célebre obra, una de las aventuras del hidalgo. El pasaje fue escrito unos años antes de que, en 1622, se conociera como Camino de la Seda el que llegaba hasta la ciudad. Y no es la única cita que nos recuerda el pasado glorioso de esta industria.
Santa Teresa de Jesús, en su ‘Libro de las Moradas’, también describió la sorprendente metamorfosis de los gusanos. Y otro tanto recordará Lope de Vega en ‘Los Porceles de Murcia’. El médico murciano Jerónimo de Alcalá, por su parte, habrá de explicar en ‘El donado hablador Alonso’ que, allá por el año 1558, cuando se auguraba una crisis económica en toda España, un poeta murciano compuso cierta quintilla para burlarse de los agoreros: «Gusanos han de comer, los cuerpos tristes y humanos. En Murcia no ha de ser, al revés que han de comer, los hombres de los gusanos». Y no pocos lo hicieron, pese al olvido actual, durante generaciones.