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«¡San Blas, San Blas!»

Costumbre remota, que aún perdura en algunos rincones de la huerta, es invocar a San Blas cuando alguien se atraganta. Así, con la exclamación «¡San Blas, San Blas!», acompañada de unos golpecitos en la espalda, invocaban nuestras abuelas al patrón, a quien en su martirio le arrancaron la piel con los peines de hierro que se empleaban en cardar a las ovejas. Y en Murcia existe un lugar donde la devoción al santo arraigó a través de los siglos hasta convertirse en la primera y más importante romería que se celebraba. Se trata de la antigua y judía Santa Eulalia, donde también se observa La Candelaria.

Antonio Botías, pregonero en Santa Eulalia en 2015.

En la festividad de La Candelaria, cuyo origen sitúan algunos autores en los remotos ritos de purificación paganos, se bendecían velas que, en función de su color, se utilizaban para los más variados menesteres, desde ahuyentar tormentas, malos espíritus y enfermedades a iluminar al moribundo en sus últimas horas. Hasta la Candelaria se alargaba el ciclo de Navidad y era costumbre, incluso, cantar villancicos y desmontar entonces el belén.

La Candelaria -del verbo latino candere, que significa brillar por su blancura- es el nombre popular que recibe la festividad de la Presentación del Señor en el Templo, cuarenta días después de la Navidad, y de la purificación de María, según establecía la ley judaica.

El fraile trinitario Fernando Pascual Carreras, por otro lado, ya ensalzaba en 1747 la devoción de Murcia hacia la imagen de San Blas, talla que recibía culto en el convento de la Trinidad. La veneración al patrón se remonta a la toma de Murcia por parte de las huestes de Jaime I, que entraron a la ciudad el día 3 de febrero de 1265, precisamente en la festividad de San Blas y por la denominada Puerta de Orihuela.

Años después, entre 1286 y 1392, azotada la ciudad por la llamada peste de anginas, los murcianos volverían a invocar la protección del Santo. Y fueron tan efectivas las plegarias que la ciudad, con el obispo a la cabeza, hizo voto de acudir cada año al convento para agradecer el milagro. Fue entonces cuando se erigió una ermita al obispo de Sebaste (Turquía), más allá del recinto amurallado.

A partir del siglo XVII, la Orden Trinitaria se encargará de venerar a San Blas hasta el extremo de que en su Capilla Mayor se reprodujeron diversas escenas de la vida del obispo. El convento fue saqueado en 1835 y el culto se trasladó a Santa Eulalia. El Museo de Bellas Artes se alza hoy sobre el solar.

En las fiestas de Santa Eulalia se entremezclan remotas tradiciones, desde la bendición de las candelas a los populares que durante generaciones han protegido las gargantas de los murcianos, o la visita a la capilla de San José, el tercer protagonistas de estos días.

Hace ahora medio siglo, amanecía la festividad con el disparo de cohetes y una banda de tambores y cornetas, puestos de cascaruja y de palmito, carreras de cintas y el concierto de una banda de música, veladas literarias y bailes huertanos. Duraban entonces las fiestas cuatro días. Sólo dos décadas antes los actos se condensaban en dos jornadas. Una algarabía de madres acercaban a sus hijos para que les impusieran las dos velas, formando un aspa, en sus gargantas: la imposición de las Candelarias.

La aceptación entre los murcianos de los cordones del santo fue tan grande que incluso se adelantaba su venta varios días antes de la festividad. De hecho, algunos periodistas lamentaron esta costumbre, como publicó El Diario de Murcia en 1883. Unos años después, durante las fiestas de 1899, el Monumento a Salzillo casi estaba terminado. La idea de honrar la memoria del escultor surgió entre los asiduos a la tertulia del boticario Manuel López Gómez y el Ayuntamiento de Murcia la hizo realidad. De aquel monumento sólo existe hoy la columna central y el busto.

El 6 de febrero de 1881, el diario La Paz publicaba que «La Candelaria y la Feria de San Blas han pasado este año como siempre, llenas de animación y de atractivos: los vecinos de Santa Eulalia han puesto a disposición de toda Murcia sus casas, sus balcones, sus sillas, y su óbolo para la música, todo con una amabilidad incomparable: hubo balcón que contenía trece o catorce personas, algunas de tomo y lomo, como es usual entre quien bebe las aguas del Segura». Hoy, casi 130 años más tarde, aunque nadie pruebe siquiera las aguas del río, cientos de personas continúan animando las fiestas de Santa Eulalia.

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