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Una guía para no visitar Murcia

Un solo plano. A eso se reducía la información turística para quienes visitaran Murcia a finales del siglo XIX. Y, por si querían caldo, ni siquiera era público, aunque su autor «lo mostraría con agrado» a quien se lo solicitase.

Al margen de otros escritos que distintos viajeros realizaron tras sus visitas, una de las primeras guías modernas se editó en 1899. Sus autores, Juan Belando y José María Perelló, inmortalizaron una instantánea de Murcia hasta los más mínimos detalles. Tanto, que cualquier turista debía pensarse dos veces visitar aquella urbe donde los servicios sanitarios eran deficientes, peores las comunicaciones y hasta el desagüe del matadero municipal vertía sus pestilentes aguas junto al lugar donde los aguaderos proveían a los parroquianos.

La obra describía con precisión el número de edificios históricos y administrativos más sobresalientes, entre los que se encontraba la Casa Consistorial, sede de la Alcaldía, la Farmacia municipal y el Parque de Bomberos, en el piso bajo, donde se reunía más de un centenar de efectivos.

Correspondía a cada parroquia advertir de los incendios que se produjeran. Y el procedimiento era de lo más curioso. Después de dar las campanadas correspondientes a la hora, se tocaba una campanada de alarma si el siniestro ocurría en San Andrés, dos si era en San Antolín y así sucesivamente para el resto de parroquias. Por último, se echaba al vuelo la campana mayor para conducir a los bomberos hasta el fuego.

El número de habitantes en 1899 era de 98.507, de los que 29.926 residían en la capital, otros 58.608 en la huerta y 9.973 en el campo, según datos de 1887. El municipio estaba dividido en 36 partidos de huerta, incluida Santomera, y 16 de campo, entre los que se citaban exclusivamente las actuales pedanías del Campo de Cartagena.

Respecto a la educación y la sanidad, la guía revelaba la existencia de 71 profesores y 15 médicos, mientras de la limpieza se encargaban 21 barrenderos, repartidos en dos brigadas provistas de sendos carros. Otros 4 carruajes se encargaban de recorrer la población recogiendo basuras y regando calles, paseos y arbolados.

Sobre el Matadero municipal, ubicado en la margen derecha del Segura, no muy lejos del Puente Viejo, tampoco ahorró detalles la guía, que lo consideraba «saturado verdaderamente de materia orgánica cuyo pestilente olor denuncia a bastante distancia lo defectuoso de su construcción». Y lo más grave: el desagüe se situaba enfrente del lugar donde los aguadores se proveían de agua para la ciudad.

Si el Matadero era «un edificio detestable», no menos críticas recibió la plaza de abastos, ubicada en el plano de San Francisco. Solo la pescadería, anexa a la anterior, convencía a los autores de la guía, gracias a las obras realizadas «el año pasado».

La Casa Corrección o Casa de Arregocidas, en la calle Vara de Rey, estaba destinada a recluir en ella «a los beodos, blasfemos y cualquiera otra persona que la policía encuentra en la vía pública dando escándalo».

El cementerio de Nuestro Padre Jesús, también de propiedad municipal, ofrecía fosas y nichos para enterramientos temporales (durante 6 años) o a perpetuidad. Los precios variaban según se eligieran «en calles de primer, segundo y tercer orden».

A finales del siglo XIX, el Gobierno Civil se encontraba en la plaza de Santo Domingo y la Diputación Provincial en la plaza de Fontes. El Hospital de San Juan de Dios contaba con 300 camas y salas de cirugía, medicina, oftalmología, primeros auxilios y autopsias. Estaba regido por 18 hermanas de la Caridad.

Los turistas quizá se sorprendieran al leer que el edificio «no reúne todas las condiciones de ventilación e higiene necesarias» debido a la escasez de recursos de la Diputación «por causas que no son de apuntar en esta guía». Otro servicio médico privado era el llamado Instituto de Vacunación con linfa de vaca, en la calle del Zoco. Catorce farmacias abrían sus puertas en la ciudad.

La Audiencia de lo Criminal ocupaba el primer piso del actual Palacio del Almudí y estaba dividida en dos secciones, con dos salas para celebrar vistas. En el piso bajo se establecían los dos juzgados municipales. Junto al Almudí se inauguraron los únicos dos juzgados de Instrucción, el de la Catedral y el de San Juan. Contaba la ciudad con 58 abogados colegiados y 9 notarios.

Entre las muchas mejoras que se debían abordar en la ciudad, la guía destacaba la ampliación del servicio de Correos, ubicado en la calle de San Cristóbal, y el de Telégrafos, en la calle de San Antonio. Ambas instalaciones eran demasiado pequeñas. La Central Telefónica estaba en la calle Trapería.

Los turistas debían visitar el Museo Provincial en el edificio del Contraste, en la plaza de Santa Catalina. Y podían disfrutar mientras pudieran, porque la guía lamentaba que el salón de exposiciones «está amenazado de desaparecer envuelto en escombros, pues si todo el edificio está bastante estropeado, la cubierta está ruinosa».

Otros lugares de interés eran la Catedral, el Casino, la plaza de toros y el Ateneo, en la plaza Hernández Amores, o el Garden Sport, en la carretera de Espinardo. La guía recomendaba la visita de los cafés del Arenal y del Sol, en La Glorieta, y el Café Oriental, en la calle Príncipe Alfonso.

En esta vía también se encontraba el Café del Siglo, de estilo árabe. Las cervecerías de Asensio Jara, en Puzmarina, y de Francisco Seguí, en la calle Santa Isabel, completaban el recorrido gastronómico. En el capítulo de alojamientos se destacaban, por ejemplo, la Fonda Patrón, el Hotel Universal y las pensiones La Flor, La Catedral, La Cartagenera, La Victoria y La Alicantina.

Para moverse por la ciudad se podía recurrir a los carreteros o al tranvía, de tracción animal, que unía Murcia con Alcantarilla. Y para quien quisiera un plano, solo parecía haber uno disponible: el que hizo Javier Fuentes y Ponte, quien «no tendrá inconveniente en mostrarlo a las personas que deseen conocer tan importante y estimado trabajo». Lo difícil para el turista era encontrar dónde demonios residía el señor Fuentes.

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