Casi seis kilómetros recorrió, que se escribe pronto, hasta estamparse en pleno corazón de la ciudad. Esa fue la distancia, según las crónicas una legua, que voló la mano amputada a un desdichado operario por la explosión del polvorín de La Ñora en 1742. Y fue a caer, lea usted por donde, en la céntrica plaza de Santo Domingo, para pasmo de transeúntes y desocupados. Siempre fue julio, aparte de un tiempo propicio para los cambios, un mes dedicado en la huerta a mitigar los problemas que la calorina de estas latitudes imponía a la rutina cotidiana. No en vano, desde hace siglos, se recuerda el remoto refrán que reza: “En julio, ¿dónde anda el mozo? ¡En la acequia o en el pozo!”. Mes para sembrar chirivías, cardos y boniatos, y para recolectar los garbanzos secos mientras concluía la recolección y trilla de la cebada, antes de empezar con el trigo. En los campos asomaban en las chumberas los primeros higos, cuyas cortezas servían para cebar a los cerdos, maduraban los albaricoques tardíos y los melones tempranos, sin olvidar las primeras uvas y almendras y hasta manzanas, de las que hoy nadie guarda recuerdo alguno. Si alguna fiesta concentraba las delicias de los murcianos en julio era la festividad de la Virgen del Carmen, patrona del remoto Barrio más allá del río, auténtica Murcia paralela donde se veneraba la imagen como patrona de los criadores de seda. Y también, aunque sorprenda, de los ladrones murcianos. El erudito Pedro Díaz Cassou, gracias al apoyo del ‘Diario de Murcia’, editó un interesante librito sobre las leyendas que rodearon durante generaciones la sagrada imagen, que “ha inspirado siempre, esta Señora, una rara devoción a hombres muy malvados”. El bandido Malasangre Para demostrarlo, Díaz Cassou refería en 1881 aquella célebre leyenda del capitán de bandidos Malasangre, reconvertido más tarde en fraile tras escuchar cómo hablaba la cabeza decapitada de su antiguo jefe, ajusticiado como escarmiento público. Y ya en sus últimas horas sobre la tierra, habría Malasangre de confesar que fue antiguo bandolero y que, cuando se disponía a rescatar aquella cabeza, vio cómo a la misma se le abrían los ojos y la boca para advertirle de sus correrías. Bastó la visión de la Virgen carmelitana, en cuyos pies depositaba como tantos el diezmo de sus asaltos, para convertirse en monje tan piadoso que pocos imaginaron sus oscuros orígenes. Las efemérides murcianas de julio son interminables. En tales días, pero de 1774, se concluyeron las obras de la iglesia de San Antolín. Y ya en 1475, tras aminorar una terrible epidemia de bubón, la ciudad decidió levantar una capilla a San Sebastián. No es baladí esta referencia histórica si tenemos en cuenta que el oratorio fue el germen de la posterior iglesia privativa de Jesús, desde donde parte cada Viernes Santo la inimitable procesión de los Salzillos. Fue también en julio, allá por el año 1361, cuando el rey confirmó a Murcia la sexta corona para su escudo y concedió la orla de castillos y leones que aún lo adorna en el imaginario popular, pese a la desafortunada actualización, esa que sustituyó el corazón por una torre y que tan poca fortuna ha tenido. Belluga fue nombrado obispo de Cartagena en julio. Y en julio de 1873, el republicano Antonete Gálvez proclamó el cantón murciano. Sin olvidar la terrible explosión que en 1742 se produjo en la fábrica de la pólvora de La Ñora. Retembló la ciudad Sucedió el día 27, según la crónica recuperada en su día por el maestro de investigadores Manuel Muñoz Zielinski. El estruendo fue de tal magnitud, a pesar de encontrarse a casi 6 kilómetros de la ciudad, que retemblaron todos los edificios de la urbe, “quebrantando muchos vidrios de la iglesias”. Siete operarios fallecieron en el acto y hasta se agrietó una de las torres del histórico monasterio de Los Gerónimos. Sin embargo, de entre todos los detalles que trascendieron del suceso, Díaz Cassou destacó uno que aún hoy resulta sorprendente: “Se cuenta la de haber ido a caer en la plaza de Santo Domingo de Murcia, esto es, a una legua de la fábrica, una mano de hombre arrancada y lanzada por la explosión”. Casi nada. Otro gran escritor murciano, Santiago Delgado, aclaró en su día que se prendieron 50 arrobas de pólvora, lo que equivale según las medidas actuales a unos 575 kilos de explosivo. Otros autores, como el propio Díaz Cassou, elevaban la cantidad de pólvora a 500 arrobas, lo que supondría casi 6.000 kilos detonados. Semejante y brutal estallido provocó que la Ciudad de Cartagena pidiera al rey la clausura inmediata de su Casa de la Pólvora para evitar otra tragedia. Más acá, en las riberas del milenario Segura, apenas llegado este mes los huertanos recordaban otra máxima que, año tras año, se cumplía infaliblemente: “Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas y en la Virgen de agosto ya están maduras”. Pues eso.]]>
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