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Al padre Blas le dio limosna el demonio

Al padre Blas Tomatera, válgame el Señor, lo encontraron muerto en mitad de un campo. Sucedió un domingo de un año que no consta cuando unos huertanos vieron, cuan largo era y sin mover pie ni mano, nada menos que a un fraile. Le observaron silenciosos largo rato dándole después muchas voces y, finalmente, algunas piedras. Pero el fraile no se movió.

Los testigos dieron aviso a la Justicia de Murcia y salió desde la ciudad una larga comitiva que portaba unas parihuelas para levantar el que suponían cadáver, pero encontraron camino de su convento muy vivo y muy sano, aunque con piernas poco firmes y lengua estropajosa.

Antes de eso, otros que pasaban, por miedo a acercarse, le arrojaron también piedras desde lejos con tanto tino que una de ellas le acertó en la cabeza. De improviso, el fraile se levantó y aún retumban en la comarca las maldiciones que profirió.

«¿Nadie quiere el dinero que sobra?», bramó Lucifer antes de que el religioso lo aceptara

Mientras se recomponía el hábito, el padre Blas vio venir a la multitud que por el camino de Murcia se acercaba. Al alcanzarlo uno de ellos, es posible que el menos despabilado, le anunció: «El señor corregidor le pregunta a usted si su paternidad es el cadáver que venimos buscando».

En esas también apareció, pues de la nada pareció salir, el muy serio padre guardián del convento del Carmen. Cuando vio al fraile vivo, en vez de alegrarse, que acaso correspondía tras pasar toda la noche buscándolo, le advirtió señalando el lugar: «Ya me explicará usted dónde ha estado». De entrada, el fraile ‘resucitado’ estuvo ocho días a pan y agua, que tampoco fue demasiada penitencia para quienes tan acostumbrados andaban a comer poco y malo.

Otra cosa fue la escandalera que provocó el episodio. El rumor de que un fraile había pasado la noche en El Saladar, vaya usted a saber con quién, inundó la ciudad tal que Segura desbordado. Y la Inquisición interrogó al religioso. Entonces se conoció tan increíble historia. Andaba el padre Blas hacia Alcantarilla cuando se encontró a una bandada de brujas que, provocando un extraño remolino, lo alzaron al cielo. «Era un torbellino de viento, pero también de risas y lamentos», aseguró el fraile.

El viaje acabó en la cima del Cabezo Negro, un volcán apagado que aun hoy recorta el horizonte en Zeneta. De su interior, entre fumarolas de azufre y luces verdes, brotaron pequeños diablos que acarreaban sacos de monedas. Junto a ellos, el padre Blas vio no pocos feligreses del barrio del Carmen, entre ellos algún usurero, tenderos expertos en sisar y varios bandidos.

Zarabanda infernal

Aquella zarabanda infernal era indescriptible. Asustado andaba el fraile cuando sintió un enorme batir de alas. La algarabía de destellos y lamentos se incrementó. El diablo ocupó un trono entre la multitud que postrada lo adoraba, esperando la paga semanal por las muchas fechorías realizadas.

Era una muchedumbre inmensa que se agitaba y revolvía en sombras oscuras solo rasgadas por los dos conos de luz rojiza que irradiaban las pupilas del diablo; un ruido ensordecedor, mezcla confusa de palabras y gritos, carcajadas y ayes. El rey de los malos llevaba la luz donde ponía su mirada y, dominando el ruido con su voz ronca y maloliente, iba llamando uno a uno a sus servidores. Comenzó por Juan, el usurero, a quien dio un puñado de monedas. Así, uno a uno, fue pagando los jornales del infierno.

Cuando terminó de pagar al último, la voz del demonio hizo retemblar el cabezo: «¿Queda alguno por cobrar? Aún sobra dinero». Y dando con la pezuña un golpe al saco desparramó las monedas por el suelo. «¿Alguno quiere esto?», insistió su malignidad. El padre Tomatera estaba muy asustado; pero no tanto como para olvidar las muchas fatigas que pasaba en su convento. Así que dio un paso al enfrente y anunció: «¡Pues me lo llevo yo, que tenemos el monasterio en obras!». El diablo dio una carcajada creyendo que a aquel fraile le sobraba tanta gracia como pecados.

1- Dibujo datado en 1959 y que representa el episodio del padre Blas en el Cabezo Negro. 2. Díaz Cassou recuperó la leyenda y la publicó en un diario murciano en 1888.

 

El padre Blas se llenó las mangas de su hábito de relucientes monedas, hasta recoger la última. Entonces, se metió las manos en las mangas para cerrar bien las bocas. Obedeciendo a su antigua costumbre, plegó su cintura en una gran reverencia y, a medio palmo de la cara del diablo, le espetó: «¡Dios os lo pague!».

Para qué quieren más. Oír el demonio esa frase y armarse un revuelo de alaridos fue todo uno. El suelo retembló y un ruido de cien mil truenos estalló en los aires. Los demonios y las brujas desaparecieron como hojas secas que un torbellino arrebata.

Otra vez volando

De nuevo, un viento elevó al fraile al cielo entre una lluvia de centellas y, en volandas, unas veces subía, otras bajaba y en todas era azotado. Cuando se creía perdido recordó un antiguo conjuro carmelitano contra los demonios y gritó invocando a la Virgen: «¡Vade infernalis, draco autoritate!».

Eso lo salvó. El tornado lo dejó caer en aquel paraje apartado, donde al día siguiente lo encontrarían los niños. Eso sí, sin un céntimo del demonio. La Inquisición no halló dinero ni delito en el fraile y el padre guardián quedó satisfecho. Pero más que ante tan increíble relato, porque estaba convencido de que el religioso había soñado aquellas cosas formidables mientras dormía la borrachera. Las gentes del común pronto comenzaron a referirse a aquel lugar como llano de las brujas, denominación que daría más tarde nombre -que aún se conserva- a una de las pedanías murcianas.

Esta formidable historia refirió el erudito Pedro Díaz Cassou allá por el año 1888 en un periódico de la ciudad de Murcia. De ella beberían después cuantos autores la han contado. En alguna ocasión, como hicieron María Luisa Vallejo y María Luisa Sánchez, de forma magistral en una obrita editada en 1959.

Otra versión sobre el topónimo, si bien menos sabrosa, sostiene que aquellas eran tierras de arenas brujas. Estas se retiraban de las acequias y otros cauces cuando se mondaban y, por su finura, se empleaban para frotar los cacharros de las cocinas, entre otros. Aunque, curiosamente, por aquellos pagos se recuerda más la leyenda que la lógica.

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