cliks que sonaban, el wasap que nunca cesa, el “¡vamos a hacernos un selfie!”, el “¡ponte pa’cá que no entras!”, el uno sin batería, la otra que no se aquieta buscando una panorámica por encima de mi oreja, es el desfile, señores, estación de penitencia. Pero, con igual medida, es tarde de Sangre irredenta, de pelotón de los torpes en cándida algarabía, de pasteles y empanadas, de lata de cerveza fría, de tarimas legendarias donde la huerta embelesa y caramelos del Carmen en poéticas pastillas. “¿Me tomaría usted una foto?” Una foto… ¡y cincuenta! Siete mil millones y una, la primera en esa puerta por donde se asoma el Berrugo de manojo de habas tiernas. El Carmen se ha convertido en nazarena pasarela. Al pie de la cuesta del Puente Viejo, cuando San Vicente, murciano donde no los haya, alcanza el Segura, rebrota aquella remota descripción que Al Udri escribiera en el siglo XI sobre la fecundidad de estas tierras, “regadas por un río de iguales propiedades al Nilo”. Porque crecen sus aguas, transformadas en marea colorá para asomarse al Arenal y ver a la Samaritana. Que Murcia se agolpa en las calles para encontrar a su esencia, pues hasta el último ateo al contemplar la querencia de mayordomos altivos y esparteñas que rachean, cree que si Dios existe, es murciano de nacencia. Es esta Samaritana, que Roque López tallara, reflejo de las murcianas que encandilaban al alba. Guapa como ella sola, pillería en su mirada, mientras desfila orgullosa de posar ante la cámara. “¡Esta ha salido borrosa! Espera que no se escapa el trono más grande y bello de nuestra Semana Santa”. Colores calientes Porque es Murcia aquella “ciudad clara de colores calientes”, que cantara Jorge Guillén, colores de piedras tostadas en sus fachadas, hoy cuajadas de balcones con escudos de la Sangre que se antojan, también como escribió el viejo profesor, “notas deliciosas de luz”. Notas que son tambores sordos y burlas destempladas ante las magistrales obras que González Moreno imaginara. Pasa el Lavatorio, que es Cena improvisada. Miles de familias aguardan sobre la acera quemada por un sol que viene anunciando primaveras ya olvidadas. “Aquí salía el abuelo, aquí la abuela lo esperaba” mientras resurgen nostalgias que el corazón aquilatan. Y después, La Negación, que evoca a Jara Carrillo cuando anunciaba en sus versos aquella urbe caduca, prendida de cofrade lumbre, que el cielo en el río refleja, “con nimbo de laurel sobre su frente”. “Vergel siempre florido”, señaló de Murcia Larra. Vergel que puebla tarimas con sus flores más galanas. “Recuerdo del Edén perdido”, que retorna en Semana Santa con filigranas de seda bordadas en las enaguas. Hijas de Jerusalén, bajo un sol que ardiente clama por retozar en las sombras de la tarima dorada. De Murcia al cielo cantaba otro maestro, Zorrilla, el del “azahar que exhala aroma” de fina mantilla, y cuando admira a la Sangre, lleva la ciudad a sus pies, “blanquea como una paloma anidada en un ciprés”. Cipreses que allá en el monte os mecéis entre poesía al esperar que regrese la patrona en romería. “Que no muera sin que lo cuente”, reflejó Jara Carrillo, al referirse a este cielo que en las aguas se refleja, pero quería decir, como bardo de la huerta, que no me alcance la muerte sin recordar la fineza del paso de este Cristo que derrama su nobleza. Agua teñida de sangre “Ya sé que mi tierra tiene pobre la traza”, entonó Vicente Medina cuando, allá en la Argentina, lloraba su tierra amada. Y la tenía por ser morisca de pura raza y añadía tan ufano “donde no hay agua”. Agua teñida de sangre que los tronos engalana, repletas de fieles las calles, manolas entaconadas con sus escotes de incienso, suaves rosarios de nácar, y en las muñecas prendidas, de oro, sus medias cañas. Pasteles que exhalan aromas de tarde carmelitana, de remolino de niños que en su torpeza proclaman que el Señor elige Murcia en su pasión centenaria. Hierve la banda en El Carmen mientras las mozas huertanas persiguen por Trapería tanta tunante mirada. “¡Súbela al twitter, muchacha!”. ¡Ay, si tu padre viera tanta Sangre concentrada! Esas y muchas más quedarán bien condensadas en los siete mil millones de fotos improvisadas. “¡Nene!, ¿cómo funciona esto?”, pregunta con arte una anciana, quien desea inmortalizar al nieto de sus entrañas, el que dando puntapiés a la Virgen acompaña. “Usted dele aquí, en el centro, y verá como se graba”. Y la mujer sonríe y, aunque atina, no remata, porque es el mismo Cristo, de la Sangre, el que pasa. Y Él sí que se hace un selfie por Calderón de la Barca, selfie de sus pupilas de pasión carmelitanas, cuando a sus pies ve rendida esta Murcia pasionaria. ¿Qué quiere usted otra foto?… Siete mil millones dos de lágrimas ensangrentadas. ]]>
Antonio Botías / Sobre el autor
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