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¿Le debe Felipe VI su corona a Murcia?

imagesEl inminente Rey Felipe VI, como se decía en la huerta, debería besar el suelo por donde andan los murcianos. Porque el último monarca que llevó su mismo nombre, Felipe V, allá por los albores del siglo XVIII, le debió su corona en gran medida a esta remota tierra y a la valentía de un obispo que igual se extasiaba al consagrar en la Catedral que blandía la espada con apocalíptica maestría.

No fue necesario siquiera que Felipe V fuera rey para comprobar la lealtad de los murcianos. Incluso durante la Guerra de Sucesión que le valiera el trono, la ciudad y su Reino se mantuvieron leales al futuro monarca. Esta fidelidad sería premiada más tarde, el 16 de septiembre de 1709, cuando el nuevo monarca otorgó a Murcia la séptima corona que aún luce en su escudo. Junto a ella, le concedió el lema ‘Priscas novissima exaltat et amor’ (ensalzar y amar lo antiguo y lo nuevo). En 2009, al cumplirse 300 años de la gesta, el Rey Juan Carlos I declinó conceder a Murcia la octava corona para conmemorar la efeméride. Pero ésa, claro, es otra historia.

En 1706, también durante un mes de septiembre, el palacete del Marqués de Torre Pacheco, ubicado por donde hoy queda El Cherro, fue escenario de la célebre batalla del Huerto de las Bombas. Los murcianos, encabezados por el cardenal Belluga, repelieron a las tropas inglesas que pretendían tomar la ciudad. Los invasores luchaban por entronizar al archiduque de Austria frente a Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV, nombrado heredero a su muerte por su tío-abuelo Carlos II.

Contaba entonces Murcia con una fuerza de siete regimientos de infantería y cinco de caballería, enviados para defender la ciudad de posibles ataques. Pero, en lugar de prepararse para el combate, los soldados se dedicaron al pillaje por la huerta y los campos, provocando no pocos desaguisados.

La determinación del cardenal Belluga y sus encendidas arengas desde el púlpito permitieron, a pesar de las infamias de la soldadesca, mantener la resistencia. Porque al cardenal nunca le tembló el pulso. Incluso ordenó que se encarcelaran a unos frailes capuchinos junto a otros notables que apoyaban al austriaco. Fueron acusados de alta traición por el prelado. Y se quedó tan fresco.

Un cardenal de hierro

Los partidarios del archiduque, entretanto, conquistaron Alicante y encontraron en Orihuela a un fiel aliado, el Marqués de Rafal, mientras lograban apoderarse de Cartagena. Confiados en una pronta rendición de Murcia, enviaron dos embajadores a parlamentar con Belluga. No sabían con quién se jugaban los cuartos. El cardenal, en cambio, les advirtió de que defendería la ciudad hasta que quedara en ella un murciano con vida.

Cuando las tropas inglesas se acercaban a Murcia, Belluga dictó su más célebre orden: abrir las compuertas de las dos acequias mayores de la ciudad y anegar la vega, complicando el avance de los enemigos, cuyos carruajes y monturas encontraron bancales anegados.

Los atacantes realizaron diversas incursiones en las pedanías del sur. Cientos de vecinos se refugiaron en la Fuensanta mientras veían arder sus hogares. Pero Belluga tampoco se arredró. Y en esas llegó el día 4 de septiembre, cuando el cardenal ordenó inundar toda la vega ante el asombro de los ingleses. Las Actas Capitulares del Ayuntamiento de Murcia inmortalizaron la contienda al recordar que «hizo movimiento el enemigo con más de 6.000 hombres, la mayor parte ingleses», quienes no encontraban donde parapetarse porque Belluga, hombre previsor, había ordenado la tala de los árboles.

Los atacantes alcanzaron el Huerto de las Bombas, sobre el que dirigieron su artillería. Y fueron repelidos, «obligándoles a hacer fuga que ejecutó con pérdida de 400 hombres heridos y muertos». La invasión había terminado.

Aquel enfrentamiento -quizá sea exagerado llamarlo batalla- sí que permitió trastocar el desarrollo de la guerra en el Sureste de la península y redobló las fuerzas del Borbón, quien más tarde recuperó Cartagena, hasta alcanzar el triunfo definitivo en Almansa apenas siete meses después. El rey nunca olvidaría a aquellos aguerridos murcianos que habían derramado su sangre por defenderlo. Y la lista de prebendas y honores se hizo interminable.

Un reinado de esplendor

Bajo el reinado de Felipe V, Murcia experimentó una época de progreso que quedó inmortalizada en diversas obras barrocas que se convertirían en auténticos símbolos de la ciudad. El imafronte de la Catedral, iniciado en 1736, el Puente Viejo (1740), el santuario de la Fuensanta (1705), la Fábrica del Salitre, el muro del Malecón contra las avenidas del Segura (1736), el monasterio de los Jerónimos o la plaza de toros de Camachos son algunos de los ejemplos de la vitalidad artística de la época. Sin contar los beneficios otorgados a otras ciudades como Cartagena, que fue nombrada capital del Departamento Marítimo del Mediterráneo.

Fueron aquellos años, los del escultor Francisco Salzillo y del nombramiento de la Fuensanta como patrona, un tiempo propicio para la creación de nuevas pedanías en Murcia. Del llamado Huerto de las Bombas apenas queda su portada, que puede admirarse en el jardín del Malecón. Pero si algún día el futuro Felipe VI viniera a Murcia, bien podría cruzar su dintel desangelado y rendir homenaje a aquellos murcianos remotos que con su valor y arrojo, aunque no supieran ni lo que hacían, dieron la corona a la dinastía de los Borbones. Porque la octava corona, esa que la historia otorga, con lo que ha llovido, ya nos la hemos ganado con creces.

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