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Veraneo en barracas de zarzos

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Para muchos murcianos fue costumbre, tan antigua como orinar a pulso, el refrescarse del verano en una barraca de zarzos. Y no en las playas del Mar Menor, donde también se levantaban esas frágiles e improvisadas construcciones a pie de arena, sino en el corazón de la ciudad. Era otra forma, tan económica como popular, de soportar la tremenda calorina murciana.

Resulta curioso que, en llegando el final de julio, se distinguiera entre veranear y “tomar los baños”. Aunque ambas cosas se hacían en esos meses de calor, no era exactamente lo mismo. Pero era igual de serio. Los concejales del Ayuntamiento, si querían disfrutar de unos días libres, tenían que solicitarlo para ser reemplazados en sus distritos por los murcianos que les sucedieran en las listas electorales.

Era esa costumbre de lo poco que hoy ha cambiado. Los anuncios en los diarios con ofertas para fechas tan calurosas no son un invento del siglo. Ya a finales del siglo XIX existían esos reclamos, aunque las descripciones nos sorprendan. El ‘Diario de Murcia’, en su portada del 4 de julio de 1884, anunciaba que “para veranear bien” estaba a la venta un “bonito asilo”. Era un cortijo situado en Molina, “entre lomas propias con mas de 4 tahúllas de paleras”. Y disponía incluso de “una cañada” con higueras, olivos y otros árboles.

Huevos, no ‘güevos’

Junto a los alquileres en la costa, las páginas de los periódicos se llenaban de anuncios de temporada, como las maletas de viaje del Bazar la Puxmarina, de “precios tan económicos que ellos solos se recomiendan”, o los comestibles de El Niño de la Bola, entre los que destacaban, según otro reclamo de ‘El Diario’ de 1888 “los chorizos sin infundios” y los “huevos (no güevos) como dicen otros vendedores, de corvina y de bonito”. La Fonda Universal, solo en verano, ofertaba grandes almuerzos a 2.50 pesetas “con una botella de vino de Valdepeñas”.

A comienzos de julio y hasta el 30 de septiembre regían tarifas especiales en las compañías de ferrocarriles para “las personas que [desde Madrid] vayan a veranear a Alicante, Valencia y Cartagena”. Entretanto, el llamado “coche al valle” iniciaba su ruta diaria a los afamados baños del monte que partía desde el Plano de San Francisco, un servicio al precio de una peseta, de ida a las 15.00 horas y de retorno a las 19.00 horas.

Hasta los comerciantes eran objetivos de sus colegas cuando apretaba el calor. Un curioso anuncio de ‘La Verdad’, con el título de ‘Verano placentero’, les recomendaba que si deseaban “disfrutar de un verano grato, libre de la menor zozobra o preocupación” debían adquirir una “caja registradora Artional ultramoderna”.

Los rotativos, por otro lado, ofrecían a sus suscriptores el envío de los diarios a las poblaciones donde veranearan, sin costo adicional. Para ello, como anunció ‘La Paz’ en 1867, “no tienen nada mas que tomarse la molestia de indicarnos las señas de su residencia”.

Junto a las playas del Mar Menor, era destino preferido por los murcianos la alicantina Torrevieja, hasta el punto de que algunos defendían su incorporación al Municipio de Murcia. “El día en que pertenezca a Murcia –publicará ‘La Paz’ en 1882- ambas poblaciones adquirirán toda la importancia que están llamadas a tener por sus respectivas posiciones topográficas”.

Aunque no todo eran parabienes. Algunos veraneantes denunciaban en 1886 los precios abusivos que soportaban en el litoral. “El disgusto se extiende y no es de extrañar que la gente se escame y cambie de rumbo, yéndose a veranear a las playas de nuestra provincia”, se leía en el rotativo.

Por aquellos años se ultimaban los trabajos del ferrocarril a Águilas. Así que, si “ofrecen a los murcianos casas buenas y baratas y construyen salones de recreo”, el turismo estaba asegurado. Así fue.

 Barracas de zarzos

No todos los murcianos podían darse el lujo de veranear. Para muchos quedaba la opción de los baños públicos, que Murcia los tuvo en varias localizaciones. En el llamado Huerto de Cadenas se alquilaban las pilas de mármol a 1 peseta la hora. Aunque había barracas de madera, a “60 céntimos por hora, no excediendo de cinco personas y si excedieran, 10 céntimos por cada una”. O de zarzos, que eran 10 céntimos más baratas.

El Malecón, convenientemente iluminado, concentraba las veladas de quienes soportaban los rigores estivales en la urbe. Y de muchos jovenzuelos que, según denunciaba ‘Las Provincias de Levante’, eran “mal hablados”. Por eso recomendaba el diario que el paseo estuviera vigilado “por tres o cuatro parejas de guardias, para mantener el orden y hacer que se compriman los alborotadores”.

También eran barracas las que se levantaban en la costa para disfrutar de las aguas calmadas del Mar Menor. Y nunca fue cosa nueva. Ya Fernando IV, en 1303, describía Los Alcázares como «puerto de mar de Murcia». Allá se acercaban los huertanos para, ajustándose al ciclo lunar, cumplir la costumbre de los novenarios. Se trataba de 9 baños, que se tomaban el mismo día o durante otras tantas jornadas, para curar dolencias y avivar la salud.

‘La Verdad’, en 1933, describía estos veraneos de familias en “improvisadas barracas que cada una de ellas se construyen, pasan unas horas inyectándose de sol y yodo, tostándose la piel y vivificando sus pulmones”. Para ello había que tomarse antes la molestia de cargar la carreta, sufrir un interminable viaje Puerto de la Cadena arriba y levantar la caseta, sin más agua corriente que la salada ni más luz que la lunar, para luego desandar el proceso y el camino. Y ahora, en el mundo de la comunicación, a muchos descendientes de aquellos huertanos hasta nos agobia y cansa buscar alguna oferta turística en la red.

 

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