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«Si lo quieres matar, caracoles por San Juan»

Sucederá en apenas un segundo, el que dure la última de las doce campanadas que esta noche nos anuncie la festividad de San Juan. Y en tan escaso intervalo de tiempo ocurrirá lo increíble. O, cuando menos, así lo creían las generaciones de murcianos que, durante siglos, eligieron entre el interminable catálogo de rituales mágicos cuál practicar para conocer su futuro. Lo de saltar hogueras, hoy tan secundado, apenas puede compararse en originalidad con aquellas remotas ceremonias que desvelaban el nombre del futuro esposo, su ocupación, la suerte en los negocios y hasta la infalible receta de la belleza.

A finales del siglo XIX en la ciudad de Murcia, la tradición de las hogueras de San Juan incluso sufrió un franco retroceso. ‘Las Provincias de Levante’, con fecha 24 de junio de 1891, describía poca animación en las fiestas en honor del santo, «con sus hogueras correspondientes, balcones iluminados a la veneciana y engalanados con banderas y colgaduras».

En la misma edición, sin embargo, se advertía de que «no se notó por nuestras calles el número de hogueras que en otros tiempos se encendían [&hellip] ya por ir desapareciendo la costumbre, ya porque no haya trastos viejos que quemar». Era una fiesta en declive. De hecho, los diarios evocarán que de «aquellas verbenas populares, ricas en luz, en colorido y belleza, solo resta ya la carretilla rabiosa y el trueno estridente con que los chiquillos de los barrios molestan».

Entre luces y terremotos

Una década más tarde la situación había empeorado hasta el extremo de que las fiestas se redujeron «a una serenata en la puerta de la iglesia, por la banda que dirige el señor Mirete, y algunos cohetes y tracas». Si es cierto que la situación económica no daba para más, no lo es menos que la imaginación popular, libre de aduana, mantuvo actualizadas numerosas supersticiones para la mágica noche.

El periódico ‘Las Provincias’ publicó en 1902 que un grupo de murcianos se concentró sobre el Puente Viejo «para ver las señales que dicen se observan en el cielo en noche tal». Aquel año, incluso hubo supersticiosos que, según el rotativo, «se han acogido a los terremotos y hay quien los pronostica hoy, señalando hora y minutos e intensidad del fenómeno sísmico».

Salud para los pequeños

La lista de leyendas y prácticas mágicas que se conocían resulta tan nutrida como curiosa. Una de aquellas costumbres aconsejaba, en la noche del Bautista, llevar a los niños quebrados ante una imagen de San Juan y de la Virgen, previamente colocados debajo de una higuera. Allí se realizaba un sencillo sortilegio para devolver la salud a los pequeños.

De brazo en brazo

Una variante de este ritual resultaba tan complicada como sorprendente. Había que encontrar a dos hombres, uno que se llamara Pedro y Juan el otro. Ambos tenían que encaramarse a las ramas de una higuera. Abajo, una tercera persona debía estar preparada para, al sonar las doce, pasar al niño enfermo de los brazos de uno a otro, entre quienes se establecía el siguiente diálogo: «Tómalo Juan», «dámelo Pedro», «tómalo malo», «dámelo bueno».

En busca de novio

Algunas leyendas sostenían que para conocer la buena o mala ventura había que verter un huevo en una palangana de agua. Transcurrida la noche, si la yema adquiría la forma de un barco el año sería próspero. Tampoco era infrecuente que las mozas se lavaran la cara con agua de una fuente para incrementar su belleza.

También era un tiempo propicio para conocer el rostro del novio venidero, que aparecía en una palangana tras ser cubierta por un paño blanco. Y hasta su nombre. Bastaba con lanzar a medianoche un cubo de agua a la puerta de la casa y esperar a que algún hombre lo pisara. El nombre de aquel trasnochador sería el mismo que tendría el prometido.

Otra tradición consistía en coger un tallo de la planta de las alcachofas -también hay una variante con los cardos- y quemar uno de sus extremos en la hoguera. Entonces, se clavaba en una maceta hasta la mañana siguiente. Si el tallo amanecía fresco y florido significaba que la persona amada correspondería ese amor. De lo contrario, mejor era olvidarse del asunto.

Cálculos sobre las lluvias

Las más impacientes por conocer el oficio de su futuro marido debían cerner harina, de espaldas a la artesa y desnudas. Luego, los dibujos que se hubieran formado sobre las tablas indicarían la ocupación.

No pocos huertanos practicaban otros sortilegios para descubrir cuándo habría de llover en los meses venideros. Para ello, se cortaba una cebolla grande por la mitad y se separaban sus capas, colocando los cascos boca abajo, con un puñadito de sal junto a un letrero con el nombre de cada mes. Al día siguiente, aquellas capas donde había desaparecido la sal tras ser absorbida correspondían a meses lluviosos.

Habas debajo de la cabecera

Para conocer la fortuna económica era necesario colocar debajo de la cabecera de la cama tres habas. Una, pelada; otra, a medio mondar; y una tercera sin mondar. Pasada la noche se recuperaba, sin mirar, solo una de ellas. El haba mondada denotaba pobreza absoluta; la entera, riqueza y alegría; y la última, cierto desahogo.

El rento sí era seguro

Más allá de creencias, si algo se consideraba seguro por San Juan era el pago del rento que los huertanos debían abonar a los dueños de las tierras. Fueran o no supersticiosos, hubieran o no obtenido sus cosechas. Y, por último, no pocos se inquietaban al recordar aquel célebre refrán que rezaba: «La mujer que a su marido quiera matar, que le dé caracoles la noche de San Juan». No existen, que se sepa, causas judiciales al respecto.

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