Aunque estuviera loco, porque eso dependía de quién lo afirmara, no debió estarlo de atar. Ni tampoco hubiera permitido que lo ataran. Tal era el carácter de monseñor Antonio de Medina y Chacón Ponce de León, obispo de Cartagena desde 1685 hasta el día de su muerte, en 1694. Casi una década de gobierno, tan fructífera en proyectos como en escándalos. Unos y otros serían muy celebrados por los parroquianos.
Antonio de Medina llegó a Murcia desde la ciudad de Lugo después de desempañar, con mano y anillo de hierro, la dignidad de Obispo de Ceuta, donde también asumió las funciones de gobernador y capitán general. De aquella experiencia, sin duda, aprendería la forma más efectiva de ordenar sin que nadie le rechistara. De hecho, nada más comprobar el estado de ruina en que se encontraba la catedral ceutí mandó que fuera demolida de inmediato para levantar otro templo.
El nuevo obispo, apenas desembarcó en 1685 en la destacada Diócesis de Cartagena -que así se llama aunque algunos la denominen de Murcia-, tuvo su primer encontronazo con el Cabildo de la Catedral. Este órgano, ayer como hoy, reunía al consejo encargado de gobernar el principal templo de la Región. Sus integrantes no debían obediencia alguna en esa materia al prelado de turno. Ni tampoco en otras, como era la convocatoria de procesiones.
Antonio de Medina, sin embargo, anunció que se reservaba el derecho a incidir, dirigir y gobernar los desfiles procesionales, lo que provocó un pleito con el Cabildo que duraría dos años y medio. El obispo también se convirtió en protagonista de la primera vez que la Fuensanta, allá olvidada en su mísera ermita, fue traída en rogativa a la Catedral. El Cabildo, por sus encontronazos con el obispo, decidió no sacar a la Arrixaca, como era costumbre, y organizó el traslado de la Morenica desde el monte hasta el convento de los Capuchinos.
El obispo ordenó al responsable de la ermita que no permitiera la salida de la imagen y, por si acaso, al vicario capuchino que no dejara entrar la talla bajo ningún concepto. Ni uno ni otro obedecieron. La Fuensanta abandonó su humilde altar en dirección a la ciudad, acompañada por numerosos fieles y el párroco de Algezares, quien, a medio camino, conoció la decisión del obispo y se retiró asustado del cortejo. Pero la patrona, finalmente, fue recibida por los capuchinos y, al día siguiente, entró a la Catedral.
El obispo Medina debió de tirarse de los pelos mientras contemplaba el paso de la Morenica por delante de su palacio y en dirección al primer templo de la Diócesis. Pero no se arredró. Sin mediar palabra ordenó que se colocaran «en la tablilla de los excomulgados» los nombres de algunos capitulares, junto al del responsable de los capuchinos, «fijándose en la puerta del convento el decreto que constaba quedar incursa la comunidad en las penas impuestas por el derecho». Así que correspondió al Concejo mediar entre los dos bandos.
El acuerdo alcanzado, a regañadientes por las dos partes, establecía que monseñor levantaba la pena de excomunión y los capuchinos, «con política cristiana y eclesiástica atención» reconocían la autoridad del obispo. Curiosamente, la llegada de la Fuensanta coincidió con la lluvia, lo que terminaría convirtiendo la imagen en patrona de la ciudad en detrimento de la Arrixaca.
Un libro extraviado
Entre otras mil trifulcas existió una que también provocó la excomunión de dos canónicos, Gaspar Pérez y Maximiliano Benítez. El obispo les requirió una certificación de cierto libro capitular y ellos respondieron que no poseían dicho libro. A lo que el prelado contestó con su excomunión. En aquel pleito fue necesaria la intervención del arzobispo metropolitano de Toledo para calmar los ánimos.
Pleitos aparte, sería injusto reducir al esperpento la figura de Medina Chacón, quien igual se enzarzaba en discusiones con los frailes que ponía sus bienes al servicio de los más necesitados. Quizá por esto último, con cierta pizca de malicia o envidia, algunos autores lo recordaron como un loco.
Eso sucedió durante la histórica predicación del capuchino Fray Diego José de Cádiz, a quien le bastaron diez días para trastocar la rutina de la Murcia del siglo XVII. Y, en opinión de algunos, la cordura de su obispo. La fama del fraile predicador le precedía y miles de personas se trasladaron a la capital para escuchar sus inspiradas intervenciones.
El obispo, conmovido ante aquella pobre feligresía, ordenó que se entregara a cada uno de ellos una libra de pan y cuatro cuartos diarios. Para el reparto, según refiere José Ballester, se organizó un despacho a la puerta del Palacio Episcopal. Cada día, bajo la supervisión de los párrocos, se atendió a cuantos lo necesitaban. La iniciativa costó al Obispado 7.714 libras de pan y 11.612 reales. Se calcula que más de 23.000 personas recibieron el regalo de Antonio de Medina.
Prohibido el teatro
Durante aquella predicación, el fraile propuso que en la fachada del Ayuntamiento se colocara un lienzo de la Santísima Trinidad aunque, a falta de éste, el Concejo expuso uno de la Inmaculada, obra de Martínez Talón. Más perjudicial para la cultura resultó otra de las propuestas del capuchino, pues aconsejó que se prohibieran las representaciones teatrales en la ciudad. Y así fueron proscritas durante los siguientes once años, que se escribe pronto. No debió sentarle muy bien al prelado, poseedor de una espléndida biblioteca.
Al obispo Medina también se debe la construcción del monasterio de la Luz, para recoger a los anacoretas que poblaban por aquellos años los cerros próximos, y la restauración de la ermita de San Antón, además de la creación de la Cofradía del Santísimo Cristo del Socorro en Cartagena, así como otras diversas iniciativas en todo el territorio de la Diócesis. Antonio de Medina murió en Murcia el 20 de septiembre de 1694 y está enterrado en el convento de las Agustinas.