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¿Qué fue de los ‘mocos de pavo’?

Era para la huerta una segunda primavera, fría algunos años y de breves atardeceres apagados, pero nunca espontánea. Los huertanos poco fiaban a la improvisación, aunque su economía dependiera tantas veces de la fortuna. Tarde tras mañana, caballón a caballón, preparaban sus bancales para transformarlos en jardines ambulantes cuando llegaba el Día de Tosantos.

Entonces se teñía la vega de crisantemos amarillos, lilas, naranjas y blancos, aquellas flores para los muertos o mohínos, que luego tapizaban las plazas de Las Flores y Santa Catalina. Y a cada recodo, entre carriles remotos, siempre sorprendían por su belleza las tahúllas de un color púrpura vibrante y húmedo de rocío, encendido y aterciopelado. Eran los amarantos, que en Murcia siempre se llamaron mocos de pavo, por su evidente parecido.

El término está documentado desde antiguo. El botánico Claudio Boutelou refirió en 1804, en su tratado Del cultivo de las flores, que de todas las variedades de amarantos solo se empleaban para la siembra “las conocidas con los nombres vulgares de moco de pavo y de papagayo”. El amaranto, también se denominada cresta de gallo en otras latitudes. Así, en numerosos lugares de Sudamérica –de donde es posible que nos llegara- se mantiene como flor para adornar las tumbas de los seres queridos.

Junto al Malecón

La proliferación de otras variedades y de otros gustos –supuestamente más refinados- parecen condenar a la extinción, si la crisis no lo remedia, la tradicional flor murciana. Margaritas, claveles y rosas le disputan con éxito ese protagonismo efímero sobre las lápidas. Hace apenas 20 años el diario La Verdad reflejaba en una crónica las preferencias de los murcianos por los mocos de pavo: “Esta es una flor que se vende muy bien”, comentaba una huertana en Las Flores. “Las cultivo junto al Malecón”, apostillaba orgullosa.

No todo está perdido. Los usos y costumbres de antaño cuando llegaba noviembre, pese al empuje de otras celebraciones más propias de nuestro carnaval, reverberan en muchos hogares, que aún huelen a tostones con anís en la víspera de Tosantos, en las campanas de auroros con sus salves de difuntos y en la plaza de San Pedro donde se ofrecen los dulces típicos de este tiempo.

En Murcia comemos cal

Tan variada es la gastronomía de esta tierra que hasta convierte en manjar lo que podría causar la muerte. Porque en Murcia también se come cal. Es uno de los increíbles ingredientes del arrope y calabazate, otro de los vestigios de las fiestas que se avecinan.

El dulce resulta de la mezcla de un jugo concentrado de higos secos –el arrope-, que se obtiene mediante cocción y que se emplea después para cocer trozos de melón, de membrillos y de boniatos. Pero antes es necesario hervir la cal hasta que quede bien reposada. Entonces se traslada el agua a otro recipiente donde se mantendrán a remojo las porciones de las frutas, junto a los de calabaza, durante varias horas.

El uso de cal tiene su explicación científica. Al entrar en contacto el calcio y las pectinas de las frutas se forma una capa que permite cocerlas sin que se deshagan. Solo hay que tener la precaución de lavarlas a conciencia antes de añadirle el arrope hirviendo para terminar el dulce.

Ya en 1865, el diario La Paz de Murcia anunciaba las últimas remesas recibidas en la tienda de Salvador Soriano, en la plaza de la Carnicería, hoy renombrada de Las Flores. Entre el surtido de sopas coloniales, que incluía la de tapioca de Brasil, las mostazas, los vinos de Burdeos, las conservas de París y otros “licores y cremas del estranjero”, se hallaba el “calabazate de Beniganí”. Había dos variedades, de melón y de naranja y provenía de Benigánim, una localidad valenciana donde el dulce hoy se denomina Arrop i Talladetes.

Lápidas y fregaderos

Cuando se acercaba el día de Todos los Santos de 1888 el Diario de Murcia anunció la venta de calabazate en una tienda ubicada en el pasaje de Zabalburu, a unos cuantos metros del tradicional mercadillo de San Pedro. El rotativo, además, garantizaba “la buena clase” del producto.

Los anuncios de dulces no eran los únicos que, llegada fecha tan señalada, pugnaran en los papeles periódicos por el interés de los murcianos. Los marmolistas y lapidarios, ante la inminencia de las visitas al camposanto, también insertaban sus reclamos.

Eran breves curiosos si tenemos en cuenta que igual ofrecían “un completo y variadísimo surtido de lápidas” que, a renglón seguido, ofertaban “fuentes para jardines, tableros para muebles, fregaderos y agua-maniles”. Eso sí, concluían los anuncios insistiendo en la oferta de “monumentos funerarios de todas clases y gustos”. Porque hasta para eso hay gustos, claro.

 

 

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