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Se acabó la Semana Santa

in secula nazarenum, se acabó señores, esta Semana Santa. Que las manolas enfunden sus ricos rosarios de nácar, que las burlas amordacen tanta letanía amarga, que los tambores retornen a sus fundas enteladas, que se marchiten los lirios y palidezcan las calas, que el incensario que vuela bostece cenizas de plata, que ya no insista en gemir la cruel marcha pasionaria, que el tiempo mismo enmudezca mientras la nostalgia empaña tantos anhelos de túnica, de capirote y enagua, de Lunes castizo y medalla. Porque aquí, en San Antolín, viendo a este Cristo de cara, señores, por terminar pronto, terminó la Semana Santa. Bulle el barrio de suspiros colgados de las ventanas, que son banderas magenta que enarbolan su mirada. Bulle de saeta antigua, de Soledad coronada, de sillas interminables que la carrera colapsan, de abuelas que lloran muertos que la memoria amilana, de gitanos con brazalete magenta y alicantina gracia, de jóvenes que esparcen besos en las tarimas doradas, que ronean pretendientes en el recrujir de varas, en el racheo de esparteñas que sobre el asfalto graban, entre llantos de nostalgia, que el Perdón, al navegar, cierra por siempre jamás esta Semana Santa. Barrio de huertanos recios, de aromas a fresca alhábega, aquella que siempre crecía en blancas latas de hojalata, de portales que son palcos a la puerta de las casas, de carajillo cofrade, de tertulia improvisada, de último cigarro en las filas que junto a la parroquial se arman, de templo que hierve de estantes esperando la asonada de un Cristo que toma las calles entre aromas de añoranza. Y después de ver su trono como velero del alma, ya podemos concluir, que ese vaivén divino clausura la Semana Santa. Barrio de gentes obreras que, al llegar la madrugada, venís tuteando al Señor cuando retorna a su casa. ¿Dónde se ha visto en el mundo un tuteo con tanta elegancia? ¿Dónde al Señor de los Cielos le mantienen la mirada? Estrena la Soledad manto, reflejo en la madrugada del rosal que en el madero adorna al Cristo que pasa. No se puede ser murciano sin jamás haber probado el bacalao y la cebolla de Luis, el de la Rosario. Porque allí, en la calle Angustias, entre penumbras de ropa tendida sobre algún balcón, al Nazareno le echan su alboroque estos cofrades antiguos, de rancia túnica bien planchada, de cigarrillo en la boca y picardía en la mirada. Cuelgan pendones magentas de la plaza engalanada y, por mucho que nos cansemos bajo tarimas doradas, se acabó lo que se daba, que no era poco, pues era nuestra gran Semana Santa. Ahí justo concluye la Pasión huertana, concentrada en apenas cuatro metros cuadrados, al pie de la cuesta de tablones de San Antolín, mientras la primavera ronronea suspiros entre copas de anís en los balcones. Ahí está la esencia nazarena de Murcia. La sustancia de un barrio cofrade que no entiende más política, así viniera el obispo, su Eminencia, que plantar su vieja silla de enea a la izquierda o a la derecha, según vea mejor a su Cristo, que es vecino del barrio, vecino de la calle Ceferino, y al que tutean porque tienen bula celestial para hacerlo. Y ahí, mientras don Rafael se cuelga su eterna sonrisa de buen párroco y mejor murciano, mientras se oscurecen los folios que sobre el asfalto reservaron sillas, aún antes de que siquiera las colocaran, cuando el fervorín recibe al Perdón en su retorno, la abuela sanatolinera recoge su sillita de plástico plegable y exclama, tras quitarse años y penas de encima: “¡Hale, nena, se acabó, gracias a Dios, nuestra Semana Santa!”.  ]]>

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