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«Y sin embargo… ¡os veo los cataplines!»

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Lo último que habría de ver en este mundo la beata Patricia, justo antes de que las llamas la consumieran en la hoguera, fueron las partes íntimas de un familiar del Santo Oficio. Y para que no quedara duda de que decía la verdad incluso las describió, a voz en grito, para regocijo de curiosos y escándalo del inquisidor.

Fuentes y Ponte, en su obra Fechas Murcianas, referirá de forma muy escueta que los hechos ocurrieron el 16 de septiembre de 1736, cuando también fueron ajusticiados en Murcia “un cura de Lorca”, otros tres de la ciudad “y una beata llamada La Hermana Patricia, que según manifestaba, poniéndose unos anteojos veía con ellos desnudos a los hombres”. Nunca se retractó, ni siquiera ante el fuego.

Aquel supuesto artefacto y sus curiosas propiedades pasaron de ser un mero chascarrillo entre porteras a atraer la atención del Tribunal de la Inquisición. El Santo Oficio ya operaba en Murcia desde finales del siglo XV y era interminable la lista de ajusticiados en la plaza Mayor, hoy de Santa Catalina, situada a un paso de las tétricas mazmorras de la cárcel religiosa, a orillas del Segura.

¿Qué había de verdad en el caso de Patricia? El investigador Juan Blázquez, en su Catalogo de los procesos inquisitoriales del Tribunal del Santo Oficio en Murcia, expedientes conservados en el Archivo Histórico Nacional, incluía la referencia a un juicio contra una tal Patricia García, natural de Algezares, que fue condenada por “supersticiosa” entre 1733 y 1736. Coincide, pues, el año, y el nombre. Resulta probable que la leyenda de los anteojos mágicos se creara a partir de esta historia real y contrastada.

Quería ser santa

El caso de Patricia fue documentado por Ricardo Montes en su artículo Misticismo y sexualidad en Murcia durante el siglo XVIII. Los casos de Algezares, Mula y Lorca. Con apenas 6 años de edad, la niña anunció que debía ser santa. Sus padres, ante tan chocante deseo, escucharon de sus labios que la Virgen y Cristo así se lo habían pedido. No fueron los únicos prodigios que aquella familia contemplaría. En 1691, cuando la pequeña enfermó y todos temían por su vida, advirtió de que una voz le aseguraba que sanaría, tal y como sucedió.

El tiempo pasó y ya cumplidos los 17 años, su padre la obligó a casarse. De nada sirvieron las protestas de la joven, quien insistía en que su destino era convertirse en religiosa. Con cierta formación, Patricia también se animó a componer versos. Alguno de ellos sería casi profético: “De que no me entiende nadie, no tengo ninguna pena. Que no pasa en estos reinos, esta moneda extranjera”.

La pedanía de Algezares, desde antiguo, era un activo foco de atracción de ermitaños que, recluidos en cuevas, buscaban a Dios. Así lo hizo en 1610 Francisca de Gracia, una comedianta que tras actuar en Murcia decidió retirarse e incluso falleció con fama de santidad.

El lugar se conocía, entre otras denominaciones, como desierto de Nuestra Señora de la Luz, donde se alzaría el remoto cenobio que aún sigue en pie. Pero a comienzos del siglo XVIII, la Inquisición realizó diversas detenciones en el lugar, acusando a varias vecinas y al párroco de escándalos sexuales.
De místico a sexual
Durante las pesquisas del Santo Oficio, se conoció la relación que existía entre Patricia y su confesor, fray Juan de Jesús. La mujer llegó a advertir de que uno de los frailes de Santa Catalina del Monte, según una visión, no rezaba y padecía tentaciones. Esta denuncia provocó la apertura de un proceso contra el religioso, quien admitió que deseaba a Patricia. El tribunal, de paso, concluyó que ella solo era una pobre iluminada y no procedía imponerle ningún castigo.

El escándalo estallaría después, en 1927. Otro fraile, Sebastián García, se convirtió en su confesor, aunque aquella relación, quizá más sexual que mística, se les escapó de las manos, por no mencionar otras partes del cuerpo. Patricia, según la declaración del fraile, le dedicada “las palabras tiernas y más torpes que se pudieran decir hombre y mujer en los actos carnales, sin omisión alguna, por puerca que fuese”.

Así anduvo la relación hasta que los celos hacia otras beatas casi enloquecieron a Patricia. A cada confesión, que siempre acababa en desenfrenada cópula, aumentaba la fijación de la mujer por el fraile. Quizá enloqueció. Incluso rezaba porque el cuerpo de su confesor se tornara incorruptible. No es de extrañar que el fraile, acaso harto de tanta pasión, intentará sin éxito apartarse de Patricia, quien incluso tuvo tiempo para concluir tres manuscritos y asegurar que el Papa se le aparecía.

El religioso confesó ante la Inquisición que todo aquello debía ser fruto de un maleficio – a buenas horas- y Patricia fue encarcelada. Consta en el sumario que su marido estaba enfermo y no le era posible, al pobre, satisfacerla en sus necesidades carnales. Vaya usted a saber. Como también quedó de manifiesto que Patricia tuvo otras relaciones con algunos anacoretas de Algezares. Al final, fue ajusticiada.

Quizá basándose en esta Patricia histórica surgiera aquella otra legendaria. Lo cierto es que los anteojos mágicos desaparecieron, acaso calcinados en la hoguera u ocultos, para evitar que otros imprudentes también ardieran, en algún archivo secreto de la Inquisición.

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