Era la Murcia antigua, aquella que la piqueta desbrozó de calles con sabor, hornacinas y tabernas, un peligroso laberinto donde cada noche brotaba otra ciudad improvisada. Era el territorio de embozados y ladrones, borrachos y gentes de farra, pícaros y embaucadores a quienes les traían al fresco los dos toques de queda tradicionales.
El primero era el llamado del Ave María e invitaba a los parroquianos a recogerse en sus hogares, por entonces casi igual de mal iluminados que los barrios. El segundo, ordenado por el aguacil, imponía la retirada inmediata y la queda absoluta.
En la Murcia de antaño mantenerse en casa vencido el día era conveniente para conservar la vida. Las calles, en su mayoría sin empedrar, componían un diabólico laberinto de callejones y revueltas apenas encendidas por unas cuantas hornacinas. Algunos pasajes eran tan estrechos que había que atravesarlos en fila de uno.
Nadie podía salir a partir de las nueve
A la costumbre de trasnochar la denominaban «nocturnancia», como en su día recordó el genial Frutos Baeza. Consistía en vagar por las calles más allá de las once de la noche. Pocos podían darse por no enterados. Las redes sociales de la época eran la garganta y la trom
peta del pregonero, quien se desgañitaba anunciando la prohibición. Solo tenían bula quienes andaran en busca del médico o del viático.
Las penas, desde luego, disuadían al más osado. Así, al que sorprendieran dando tumbos con algún arma se enfrentaba a treinta días de cárcel. Eso, si eran gente principal. Para el resto, cincuenta días. Y si eran de «mala catadura», medio centenar de azotes. Ya no sabemos si con una vara de almendro, hoy tan útil contra tanto descerebrado que se salta el toque de queda. Otra categoría de infractores eran los jóvenes en busca de amores, a quienes se recluía en la cárcel de enamorados.
Con todo, jamás se cumplía la norma. A los criminales y trasnochadores se unían los llamados fantasmas o ensabanados que cumplían una penitencia vestidos de esa guisa o aprovechaban la pía costumbre para desplumar a quien pudieran.
La campana de la queda y el reloj oficial estaban ubicados en el campanario de la iglesia de Santa Catalina, en la antigua plaza mayor. Este templo, que fue levantado sobre una mezquita, ya estaba abierto al culto en el siglo XIII. Anteayer.
El corregidor se ausenta
La hora de la queda varió a lo largo de los siglos adecuada a las necesidades de seguridad. Algunas veces no quedaba otra que adelantar su toque. Eso ocurrió en el verano de 1523, cuando el corregidor Carlos de Guevara pidió ausentarse tres meses de Murcia porque «este tiempo de verano le hacía daño a su salud en esta ciudad». Seis meses después aún no había vuelto.
La falta de autoridad multiplicó los delitos. Hasta el extremo de que llegaron a acuchillar a los alguaciles. Los delincuentes tomaron las calles y, envalentonados, cada vez a horas más tempranas se sucedían asaltos y pendencias. Así que decidieron que la campana sonara a las nueve de la noche.
En algunas etapas históricas el toque no servía para mucho. A finales del siglo XVII era tal la delincuencia que el Concejo suplicó a Carlos II que zanjara la oleada de crímenes, robos e indecencias que asolaban Murcia.
El Rey envió al corregidor Pueyo, quien logró apaciguar las noches murcianas aunque ello le costó un atentado. Atentado, por cierto, del que salió ileso el maño pues la bala que le dispararon fue a impactar en una medalla de la Virgen del Pilar. Así que prometió y cumplió levantar una ermita a esa advocación. Del toque de queda impuesto por Pueyo el 24 de abril de 1864 no se salvaba ni Dios. Y no es una exageración. Porque ni los piadosos hermanos de la Aurora podían celebrar sus despiertas al amanecer de los domingos.
Toparon con el obispo
Tampoco la campana contuvo a los murcianos que en una noche de 1612 se echaron a las calles para protestar contra la Santa Inquisición. El inquisidor, enfrentado a muerte con el obispo Antonio de Trejo, quien en cuestión alguna daba su brazo a torcer, ordenó encarcelar a tres notarios eclesiásticos y a un procurador del obispado.
La controversia era, en el fondo, determinar quién mandaba más en la Iglesia murciana. Y mientras el inquisidor excomulgó al obispo y el obispo decretó nulas las detenciones, una multitud desoyó al alcalde, que quería poner paz, y tomó las calles. Al final, mediando el Rey, se le dio la razón al valiente Trejo.
La historia del llamado templo reparador [de pecados] de Santa Catalina corrió paralela a la de su campana. Aunque en alguna ocasión perdiera la iglesia la función de anunciar la queda. Por ejemplo, en 1829. En ese año un terremoto obligó a suprimir el cuerpo alto de la torre por la sacudida de 6,6 grados cuyo epicentro se localizó en Torrevieja. ‘La Gaceta de Madrid’ publicó el 31 de marzo de aquel año que el seísmo se sintió primero como «un ruido espantoso, que hizo que las gentes saliesen huyendo y gritando despavoridas; pero no hubo más desgracias».
Este suceso obligó a trasladar el antiguo reloj de Santa Catalina, que no sufrió daño alguno, a la parroquia de San Antolín. Y desde allí siguieron anunciándose los toques de queda. El último ordenado en España hasta hoy, por cierto, y aunque ya no existía ni la campana, fue el 23 de febrero de 1981 durante el frustrado intento de golpe de Estado.