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El poder municipal se repartía por San Juan

Ayuntamiento Fuiste tú la que metiste / a San Antonio en el pozo / y lo ahogaste en el agua / ‘pa’ que te saliera un novio”. Así rezaba la antigua letrilla que aludía a la curiosa costumbre de las solteras murcianas de invocar al santo para atraer a algún mozo. Primero, encendiéndole velas cual beatas al uso. Y si el de Padua no respondía, como acostumbraba, lo ataban a una soga para darle unos cuantos capuzones en el aljibe. Por aquellos días, mientras las jóvenes perpetraban estas picias, el Concejo renovaba el voto perpetuo al santo establecido en 1648 cuando, tras celebrar una rogativa con su imagen por las calles, supuestamente remitió la peste que se había cobrado la vida de más de 20.000 murcianos. Era, por tanto, casi el último acto que el Ayuntamiento celebraba antes de las elecciones, fijadas cada año el día 23 de junio, víspera de San Juan. Este año, casualidades de la vida electoral, se adelantó el nombramiento de la corporación municipal al día de San Antonio. Y hasta el mismísimo instante de la votación en el Salón de Plenos que levantara el alcalde Martínez García pocos podían augurar, como aquellas murcianas supersticiosas, el resultado. Los cargos municipales, si echamos la vista atrás, siempre se repartían en una sesión extraordinaria y solemne. En algunas épocas, como sucedió a mediados del siglo XVIII, su número alcanzaba el medio centenar. Al margen de los regidores, que recibían arcaicas concejalías de nombres curiosos (Comisarios Hacedores de Yerbas, de Toros, de Tintes y Sedas y hasta un Padre de los Huérfanos) existían otros oficios de gran responsabilidad. La gestión económica siempre se reguló con tanto cuidado como sus administradores ponían en pasarse por el arco del triunfo la regulación. Sobre todo, en lo referido al dinero. El privilegio que otorgó a Murcia en 1272 el Rey Sabio, como destacó la profesora María del Carmen Veas Arteseros, preveía el nombramiento de cajeros, que debían ser “tres hombres buenos”, para custodiar los cuartos en un arca con tres llaves. Dos siglos más tarde recaería esta tarea en el jurado clavario y, posteriormente, en el llamado mayordomo, tan odiado por encargarse de cobrar los impuestos y rentas municipales como adulado por gestionar también los pagos; pagos que incluían la limpieza de las acequias, el avituallamiento al ejército o la celebración de fiestas, que también las había. El almotacén Entre los principales oficiales del Concejo, como remotos funcionarios al servicio del Consistorio, figuraba el almotacén, que venía a ser un concejal de vía pública y comercio, a cargo de mantener limpia la ciudad, además de inspeccionar los pesos y medidas en mercados y tiendas y la calidad de los productos que se vendían. El tercer cargo recaía en el procurador síndico, que también era regidor, y representaba a la ciudad en los pleitos. Otro de los oficios se centraba en la custodia de las llaves de los sellos y privilegios de la ciudad, ocupación que se complementaba con el honor de portar el Pendón el día del Corpus. Mientras los ejecutores velaban porque se cumplieran los acuerdos adoptados por el Ayuntamiento, los contadores examinaban las cuentas antes de su aprobación. Su función era indispensable para evitar las protestas de los vecinos indignados pues el Concejo se negaba a explicar en qué había gastado el dinero, como sucedió bajo el reinado de Pedro I. En 1420, ante el cúmulo de irregularidades, se tuvo que nombrar a diez vecinos de Murcia para que controlaran los gastos e ingresos. Ni por esas funcionó la administración local, pues al año siguiente fue necesario nombrar un ejecutor que intentara poner orden. Los oficios de regidor y jurado durante el siglo XV, siguiendo la obra de John Owens ‘Regidores y jurados de la ciudad de Murcia’, tenían carácter vitalicio. E incluso podían transmitirlos a otra persona como suculenta herencia. Si la cesión se producía en vida solo debían cumplir una sorprendente condición: Vivir durante veinte días después de la renuncia. Curioso. La lista de cargos municipales alcanzó cotas formidables durante el siglo XIX. María del Carmen Melendreras publicó en su trabajo ‘La economía en Murcia durante la Guerra de la Independencia’ una lista de ocupaciones casi tan nutrida como la actual. En aquella época, por si fuera poco, se celebraban dos elecciones: las primeras, en tiempos de la Natividad del Señor, y las segundas por San Juan. Uno de Sangonera En la Navidad se nombraban, entre otros, los comisarios del Contraste, el procurador de la Mesta, los fieles de pesos y medidas, del Pósito del Pan, el comisario de Platería, del Hospital y el Patrono de Doctrinos. A ellos se sumaban los responsables de la Real Cárcel, la Bodega del Aceite, de las Carnicerías y de las Lanas. Llegado San Juan les tocaba el turno a otros oficios, como los comisarios del Santísimo y su Octava, de la Sierra, de la Guerra y de cada una de las grandes acequias. Sangonera, quizá por sus salinas, tenía otro. Hasta varios santos y patrones disfrutaban de un responsable municipal. Era el caso de los comisarios de San Patricio, San Antonio, la Purísima Concepción, San Marcos y la Arrixaca. La ceremonia de la toma de posesión varió con los años y según el color político de quien mandara. En diversas ocasiones se produjeron auténticos altercados en la toma de posesión, siempre en manos de las élites gobernantes que, en murciano de a pie, englobaban a cuantos “parten el bacalao”. Por el ‘Boletín Oficial de la Provincia de Murcia’ de 1844, por ejemplo, conocemos el juramento que se realizaba el día 1 de enero de aquel año durante la ceremonia. Así se reglaba: “¿Juráis por Dios y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución de la monarquía y las leyes, ser fiel a Su Majestad doña Isabel II, y conducirse (sic.) bien y lealmente en el desempeño de vuestro cargo?”. A lo que se respondía: “Sí, juro”. Por último, el nuevo alcalde o concejal escuchaba estas palabras: “Si así lo hiciereis Dios os lo premie, y si no os lo demande”. Aunque eso ya sería en la otra vida.]]>

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