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Y con el manto llegó el escándalo

Las primeras bombillas que iluminaron la huerta, como si de relucientes frutas se tratara, pendían de los naranjos. Aquella fue la primera y genial excentricidad de la marquesa, quien, instalada en un palacete al final del Malecón, podía así disfrutar de su huerto de madrugada.

La marquesa de La Laguna, Gloria Laguna, musa de tertulias, íntima de Benavente, fumadora compulsiva y mujer de fuste, era una adelantada a su tiempo. Al tiempo de la Corte, donde mantenía palacio. Pero mucho más al tiempo, tan pausado y sabroso unas veces como rancio otras, de una ciudad de provincias. Muchos aceptaron las bombillas como un capricho chocante y costoso. Sin embargo, la supuesta vida de escándalo de la aristócrata pronto aderezó otras tertulias menos ilustradas que aquellas que se convocaban en su casa de las Cuatro Piedras, allá en La Arboleja.

Gloria Lagura era, en palabras de Antonio Espina, «morena, pequeñita, pizpireta, y con voz y aire varoniles». Las frecuentes visitas de amigos, a cual de ellos más provocador, junto a las estancias de su gran amiga, Tórtola Valencia, una espectacular bailarina que paseaba por la ciudad del brazo de otra mujer, hicieron el resto. De Tórtola escribió la Bazán que era «la reencarnación de Salomé».

La marquesa encontró cierta paz en Murcia. Y llegó a amar esta tierra. Durante sus veraneos en San Sebastián, hacía llevar desde la huerta mazorcas de maíz que su fiel e inseparable mayordomo, Pedrito, también murciano, asaba para disfrute de los infantes de España.

De alta costura

Cierto día, en 1912, Gloria Laguna quiso honrar a la Patrona con un manto de ensueño. Dirían las malas lenguas que le propuso la idea su amante, una bella murciana que comenzó sirviendo su mesa para acabar conquistando su corazón.

El nuevo manto de la Fuensanta sería una pieza excepcional y única, a la par que moderna y atrevida. Por eso se eligió la más prestigiosa firma del mundo: Charles Frederick Worth. Aunque la seda, como no podía ser de otra forma, provenía de las factorías murcianas. Una sola pieza, sin costuras y de un blanco deslumbrador.

El traje fue realizado en los talleres parisinos de Worth, considerado el padre de la alta costura, el primero que firmó sus creaciones como si de obras de arte se trataran y el modisto favorito de reinas y emperatrices, artistas y de otras celebridades de su época. Doble valor para el atuendo de la Morenica, pues sería el único que la firma francesa realizara para una talla.

Entregado el encargo, la marquesa se dirigió al Cabildo de la Catedral de Murcia para anunciar la donación. Poco imaginaba el revuelo que su regalo produciría. Porque, de forma inmediata, los canónigos se dividieron en dos grupos. Unos abogaban por aceptar el detalle, prueba evidente de que Gloria Laguna quería reconciliarse con la Iglesia. Y otros rasgaban sus vestiduras con solo imaginar que la Fuensanta luciera «un terno ofrendado por una pecadora».

Murcia entera se entera

La discusión en el Cabildo, en aquella diminuta Murcia de comienzos de siglo, apenas se mantuvo en secreto unas horas, causando el regocijo de los parroquianos y la inquietud de la marquesa, quien pese a todo esperó impaciente unos días. Lo hizo en vano, pues los canónigos no llegaban a un acuerdo. Así que Gloria Laguna -aunque hay quien escribió que fue su pareja- se presentó ante la Curia para reclamar su ofrenda. Y no menos estupor causó la determinación de la aristócrata cuando advirtió de que estaba dispuesta a utilizar el manto como cubierta de su cama si es que no se consideraba digno para la Fuensanta. Consecuencia: el regalo fue aceptado.

Habrían de pasar quince largos años antes de que la Patrona luciera el traje que hoy se conoce como el de la marquesa. Fue estrenado el lunes 25 de Abril de 1927, en la Procesión Triunfal con motivo de su Coronación Pontificia, celebrada un día antes. El diario ‘El Liberal’ publicó al día siguiente que la Fuensanta vestía «un riquísimo manto de seda blanco bordado en plata-oro» y, lo más importante, que había sido donado por la «señora Duquesa de Requena». Era otro título que poseía la célebre aristócrata.

Concentración de imágenes

Aquel estreno tardío, en cambio, pasó a la historia como el día en que mayor concentración de imágenes religiosas intervinieron en una procesión. El desfile de homenaje arrancó desde la mismísima Catedral a las cuatro de la tarde y recorrió la ciudad con las tallas de San Cayetano, de Monteagudo; un Ángel de la Guarda, de Zarandona; Nuestras Señora de los Dolores, de Aljucer; la Virgen del Carmen, de Beniaján; y otras patronas y patrones de Puente Tocinos, Nonduermas, Era Alta, Puebla de Soto, La Raya o Guadalupe.

Completaban el desfile varias imágenes de las parroquias murcianas, entre ellas, un Ángel de la Guarda de San Nicolás o un San Joaquín, de San Pedro. Junto a ellos, según ‘La Verdad’, «más de tres mil señoras y señoritas alumbrado tocadas con la mantilla española». Sin contar la interminable e insufrible comitiva de gentes principales de la ciudad.

El traje de baile

Durante medio siglo, la imagen no vistió el espléndido traje, como apuntó en su día el investigador Alejandro Romero, hasta que la camarera, Pilar de la Cierva, lo restauró. El mismo autor anotó que el manto, de terciopelo blanco, está salpicado de «miles de cristales de roca, lentejuelas de plata, perlas cultivadas, trozos de nácar e incluso brillantes». La sabiduría popular, y sobre todo la anterior camarera, María Codorniú, bautizaron el vestido como «el traje de baile de la Fuensanta». Quizá la mejor definición que hubiera aportado aquella valiente marquesa que hizo retemblar un día las paredes de la Curia murciana.

 

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