Mujeres, por Alá!». La voz fiera del caudillo Abd al-Aziz atronó, entre un sartal de aspavientos y maldiciones en árabe, las murallas de la antigua Orihuela. Durante unos segundos, un tenso silencio invadió la plaza. Los soldados musulmanes acariciaron las empuñaduras de sus cimitarras mientras el conde Teodomiro mantenía fija la mirada en su más encarnizado rival. Entonces, Abd al-Aziz alargó su mano para estrechar la del cristiano y dijo: «Señor, es usted un digno rival. El acuerdo sigue en pie». Y cuenta la leyenda que Teodomiro, disimulando el alivio, suspiró: «¡Ha estado en el filo de un tomate!».
El conde Teodomiro, en árabe Tudmir, era gobernador del Levante español. A comienzos del siglo VIII y encabezadas por Tarik, tropas musulmanas invaden la Península Ibérica para doblegar el antiguo imperio visigodo. El avance es tan rápido que Teodomiro augura una derrota absoluta. Y acaso por ello idea una original fórmula que le permitirá seguir gobernando su territorio, aunque sea a las órdenes de los invasores.
La llegada del caudillo moro Abd al-Aziz a tierras murcianas, en el año 713, causaría una sangrienta batalla cuyo emplazamiento exacto aún se debate entre los historiadores. El Licenciado Cascales la sitúa en el campo de Sangonera, entre Lorca y la actual Murcia, un humilde destacamento que en aquellos años apenas tenía entidad de población suficiente para siquiera ser nombrada en los textos.
El enfrentamiento fue brutal. Hay quien sostiene que el topónimo Sangonera surgió tras aquella batalla, porque de Sangre Negra se tiñeron los campos durante la matanza entre unos y otros contendientes. Teodomiro replegó sus fuerzas hacia Orihuela, una larga retirada que diezmó aún más las tropas. Allí, mientras esperaba la llegada de Abd al-Aziz, comprobó que apenas le quedaban hombres para defender la plaza. Fue entonces cuando se le ocurrió una estratagema que salvaría miles de vidas y su posición como caudillo.
Teodomiro ordenó que todas las mujeres de la ciudad se apostaran sobre la muralla, vestidas con trajes de soldado y en actitud defensiva. Sus largas melenas les fueron anudadas al cuelo, cubriendo sus mandíbulas, lo que les confirió un aspecto de indomables barbudos. Junto a ellas se situaron también cuantos ancianos habitaban la plaza. Y a falta de lanzas, esgrimían palos y cañas. De esta guisa los divisó Abd al-Aziz que, desde la lejanía, creyó enfrentarse a un nutrido ejército.
El conde cristiano, entretanto, se dirigió como emisario hasta el campamento moro para conseguir un armisticio. Pero solo podía aportar dos avales. Primero, su disposición oculta a rendir la plaza a cambio de que no fueran aniquilados, certeza que él presentó como la necesidad de evitar más masacres. Y segundo, el falso ejército que se asomaba, fiero y amenazante, entre las almenas. «Vea usted, buen señor, que están prestos a defender sus vidas con uñas y dientes», señaló Teodomiro mientras esbozaba cierta sonrisa al recordar que sobre aquella muralla había muchas uñas y poco dientes.
Un acuerdo honroso
Abd al-Aziz contempló la fortificación, intuyó el riesgo de padecer un sitio prolongado y decidió aceptar el acuerdo. Las estipulaciones darían lugar al célebre Pacto de Tudmir o Todmir, en honor del caudillo visigodo. Este tratado se considera el primer documento árabe que reconoce la unidad política del territorio y, en la práctica, supuso la creación del Reino de Murcia.
La firma del Pacto se realizó en la ciudad de Orihuela, hasta donde acudió el caudillo moro. Apenas cruzó la puerta descubrió el burdo engaño y cuentan que sus maldiciones hicieron retemblar las murallas. Sin embargo, fiel a su palabra, rubricó el acuerdo.
Aunque han perdurado diversas versiones del Pacto, en esencia incluye la capitulación del territorio a los invasores, quienes se comprometían a respetar a los habitantes del lugar. Uno de sus párrafos advierte de que «no serán muertos ni cautivos; no serán separados de sus hijos ni de sus mujeres; no serán violentados en su religión; no serán destruidas por el fuego sus iglesias y no serán despojados de sus bienes por no convertirse al Islam».
Los cristianos aseguraban así su supervivencia. Pero no les saldría gratis. A cambio, los vencidos debían observar ciertas condiciones: «No dará acogida a nuestros enemigos, no moverá guerra a nosotros, no ocultará noticia del enemigo de que tenga conocimiento». Junto a estas obligaciones, se establecía que Teodomiro «y cada uno de los suyos» debían satisfacer a los musulmanes con «un dinar cada año, cuatro almudes de trigo, cuatro de cebada, cuatro de vinagre, una de miel y una de aceite». Y también cuatro cántaras de vino añejo, las mismas que debió beberse el legendario Teodomiro para festejar el éxito de su estrategia.