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«¡No hay por dónde aplicarle el bando!»

En Murcia, si se buscaba acabar pronto, siempre fue más rápido decir de qué podía disfrazarse uno que enumerar la interminable lista de trajes proscritos por los alcaldes de turno. Pero, aun por encima de crisis económicas y vaivenes sociales, los murcianos afinaban el ingenio para tomarle a los políticos, como se decía en la huerta, «el número cambiado».

La tradición del Carnaval en Murcia atesora una historia antigua, incluso en pedanías como Cabezo de Torres, donde en la actualidad goza de gran prestigio. El investigador y escritor Juan Vivancos apuntó en su día que la primera referencia a las carnestolendas está fechada en el año 1878. Era, por aquellos años y como en el resto del municipio, una fiesta sencilla, salvo en los aristocráticos bailes del Real Casino y, en menor medida, en el Círculo Americano.

En Murcia siempre hubo, por tanto, dos carnavales. Primero, aquellos reservados a la élite. Y segundo, el resto, el que se conformaba en las calles de la ciudad y en las pedanías y que, en alguna ocasión, se denominó «Carnaval sucio». Es posible que lo fuera [algunos incorporaban a sus disfraces jaulas con ratas], pero también se antojaba a muchos más divertido.

Los parroquianos acostumbraban a disfrazarse de máscaras, lo que se reducía a vestir cualquier sayo, estera o aquello que a mano tuvieran, para recorrer las calles ocultando el rostro. Otro tanto sucedía en pedanías como el Cabezo, cuya espléndida tradición carnavalera le ha valido el título de decano. Junto a él, Llano de Brujas, Beniaján o Zeneta, con sus tradicionales Cherros, atesoran una larga historia.

Al margen del lugar de celebración, la autoridad siempre se cuidó mucho de controlar una fiesta, en esencia, provocativa y fresca. Y lo hacía a través de bandos promulgados por el alcalde. En uno de ellos, fechado en 1873, se estipulaba, incluso, qué disfraces estaban permitidos. Quedaban excluidos aquellos trajes «propios de autoridades, así civiles como militares o eclesiásticos, ni tampoco ostentar condecoraciones o distintivos oficiales». En otro bando de 1887 se amenazaba con la cárcel a quienes no obedecieran estas normas.

Vestidos indecorosos

Las disposiciones municipales venían de antiguo. El alcalde de Murcia, José Sánchez de Toledo, ya ordenó en 1865 que nadie luciera vestidos de «ministros de la religión», ni tampoco de monjas, altos funcionarios o milicianos. Entretanto, era obligado que «todo el que se disfrace y lleve careta debe quitarsela al anochecer».

En otros años ni siquiera se publicó bando, sin que la historia recuerde ningún altercado. De hecho, en 1873, ‘La Paz’ anunciaba que el Consistorio no había emitido disposiciones para regular la Cuaresma, como tampoco lo había hecho para el Carnaval «y el orden por sí mismo se mantuvo». El diario concluía: «Ya que nos falta ayuntamiento, hagamos lo que está en nuestras manos para no echarle de menos».

En 1884 se incidió en sancionar los vestidos «indecorosos o deshonestos», norma que recibió el aplauso del ‘Diario de Murcia’ porque, «el año pasado se presentó en la Glorieta una tía… ¡qué tía aquella! No había por donde aplicarle el bando».

Años después se recrudecerían las normas. En 1930, el alcalde Gerardo Murphy advirtió de que no permitiría «cantar coplas o repartir proclamas en prosa o verso cuyo texto no haya sido aprobado por la Autoridad competente».

Una orden similar promulgará el edil José María Bautista en 1934, incluyendo en su artículo quinto la prohibición del uso de «palos, armas de fuego o blancas, aun cuando sea bajo pretexto de formar parte del disfraz». Como en otros años, había un horario para disfrazarse: «Desde la salida del sol hasta las 19.00 horas», intervalo que se ampliaba a las 21.00 horas en Trapería y Platería. Era, más o menos, como aquella norma que permitía los disfraces «hasta el toque de oraciones».

Hasta los municipales

El personal, pese a todo, hacía cuanto le venía en gana. El ‘Diario de Murcia’ denunciaba en 1884 que algunas noches de los días de fiesta, «después de los bailes de máscaras, recorre las calles, ya de madrugada, algún disfrazado y enmascarado».

Dos años más tarde, la prensa se burlaba de que nadie se quitara las caretas, «pues sin duda los municipales se habían disfrazado también y con caretas puestas los vimos circular». A tal extremo llegaba la desobediencia que ‘El Imparcial’ aconsejaba al alcalde: «Otro año, para conseguir la autoridad su propósito, debe redactar todo el bando en sentido inverso».

No siempre el Ayuntamiento fue cerril en sus prohibiciones. En alguna ocasión, también la prensa censuró la celebración de bailes de máscaras. Eso sucedió en 1870, cuando ‘La Paz’ preguntaba la razón de que el Ayuntamiento de Murcia hubiera concedido el salón de descanso del Romea para aquellas sesiones «algo inmorales». Y acaso por ello, un tanto divertidas, claro.

 

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