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«Pasas más hambre que una prostituta en cuaresma»

Negros o murcianos tiznados con hollín, otros con argollas y encadenados, aquellos ofreciendo sus espaldas a los azotes de quienes quisieran propinárselos… O incluso cargando un muerto. Un muerto de verdad. Todas eran estampas que Murcia vivió mientras la Hermandad del Pecado Mortal sacaba tan lóbregos cortejos a las calles por cuaresma.

Pedro Díaz Cassou dedicó a la institución un capítulo de su ‘Pasionaria Murciana’, donde publicó en 1897 una descripción de la cuaresma y la Semana Santa. A Murcia llegó la Cofradía de Nuestra Señora de la Esperanza y Pecado Mortal de la mano del cardenal Belluga. Y especial relevancia cobraba la institución en cuaresma.

Aquella Hermandad, con constituciones aprobadas en 1752, primaba el uso de las saetas como banda sonora. No eran flamencas, sino cantos de raíces gregorianas. Cuenta Díaz Cassou que, estando moribundo el ilustre Antonio Borgoñoz, los hermanos de la Cofradía pasaron por su calle varias veces cantando saetas que en poco le ayudaban a restablecerse.

Por eso, curado de sus dolencias, incluso protestó al Consejo de Castilla por haber soportado letras tales como «Del mundo has de partir y, en el momento en que estás, aún no sabes dónde irás». O aquella que entonaba: «Cuántos hay en el infierno por una culpa y no más; tú con tantas, ¿dónde irás?». No le faltaba razón.

Las penitencias públicas partían de dos enclaves hoy desaparecidos. Uno, la ermita de Santa Quiteria, de la que solo queda la calle. El otro, en San Antolín, la ermita de San Ginés. La penitencia consistía en ensuciar sus cuerpos y afearlos para manifestar que habían sido «motivo de tantos apetitos pecaminosos».

Más de uno de aquellos penitentes eran, por la blancura de sus pies, sin dureza que probara trabajos en la huerta, gentes de tantos apellidos como faltas. Mientras la letanía continuaba, otra voz se alzaba para anunciar: «Penitencia, pecador, el tiempo santo es llegado, lo que es bueno en todo tiempo, ahora es precepto sagrado».

Arrepentidos encenizados

A esos penitentes se sumaban otros con cruces. Pero ni estos ni aquellos sorprendían como los que observaban las más terribles disciplinas. «Unos se han impuesto la de seguir la procesión andando sobre las rodillas; otros, cogidos los pies en unos grillos que les obligan a marchar saltando…». Sin contar los que desfilaban con sogas al cuello, arrastraban cadenas u ofrecían sus espaldas para que el público los azotara. En un año, 1648, un feligrés procesionó cargando un muerto. Pero un muerto de verdad.

En aquella marabunta que hoy nos resulta demencial pululaban las comparsas de negros. Estos grupos, «bailaban y hacían mojigangas impropias de tan solemnes actos». Lo que les valió no pocas prohibiciones hasta su desaparición. Eso ocurrió el 4 de abril de 1784, un Domingo de Ramos en la procesión que por entonces sacaba a Las Angustias, de Salzillo.

Al parecer, la comparsa se negó a descubrirse cuando el desfile cruzaba la Catedral. El corregidor Joaquín de Pareja y Obregón decidió eliminar estos grupos. La Hermandad del Pecado Mortal desapareció en 1824. Primero, prohibieron las penitencias de noche y, después, las de día, hasta erradicarlas todas, pues eran motivo de escándalo. Incluso durante la férrea cuaresma.

Refiere Díaz Cassou que durante años se discutió si el ayuno debía reducirse a una comida ligera a mediodía y una pequeña colación antes de dormir. La rutina cuaresmal obligaba «al hombre de buena conducta» a no comer nada en la mañana y asistir a misa; comida de vigilia a las doce; «sermón, si lo había», a la tarde; ejercicios espirituales al entrar la noche y, ya en casa, «rosario, pasos u otra práctica religiosa en la velada».

Géneros de cuaresma

Tan extenuante penitencia, ya en 1892 y como parece lógico, se consideraba una práctica antigua y en desuso. Hasta el extremo de que el escritor, con cierta sorna, cuando le preguntaban «en qué se conoce ahora la cuaresma», respondía: «En el almanaque».

Dar cuenta de un socorrido arroz caldoso, con sus tropezones de pollo humilde y de recatado apio, fue durante los viernes de cuaresma murcianos un pecado inconfesable.

Por eso, algunos preferían observar la abstinencia de carne, pero a golpe de ostras del Cantábrico, bacalao de Escocia y langosta. Mientras las tiendas atesoraban tan espléndidos manjares, al alcance de unos pocos privilegiados, los vecinos del común se debatían entre las acelgas y las espinacas. Si es que podían pagarlas.

Estos días de abstinencia eran un tiempo propicio para aquellos comerciantes que anunciaban en los diarios ofertas especiales. Era el caso de la tienda de Antonio Garro y sus «géneros de cuaresma a mitad de precio». Allí podían adquirirse bacalao de Escocia e inglés, huevos de mújol, piñas y cocos.

Entre el surtido de quesos, se encontraba el de bola, gruyer, manchego, mahonés, roquefort y de toro. Sin olvidar el rico surtido de pescados y mariscos: atún, bonito, corvina, besugo, langosta, langostinos, salmón o las socorridas sardinas. La pastelería Bonache, por otra parte, ofrecía las «empanadas madrileñas», cuyo precio variaba entre 1 y 3 reales, y las empanadas valencianas, de atún, pimiento y tomate. De sabroso postre, andaban en oferta las monas rellenas de crema «con huevo clase extra».

Hasta alcohol ilegal

Para aquellos que no observaran penitencias, la ciudad ofrecía otros placeres culinarios más ocultos. Incluso proscritos, como el alcohol ilegal que despachaba un individuo conocido como El Potaje, a quien en plena Semana Santa de 1903 le decomisaron 15 bombonas del líquido prohibido.

Como prohibido andaba el negocio de la prostitución, cuyas mujeres eran recluidas en la Casa de Recogidas fundada por Belluga en la calle Santa Teresa. Allí, ayuno y oración cuarenta días. ¿De dónde creen que viene el refrán «pasar más hambre que una prostituta en cuaresma»?

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