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Perdón que todo lo arrasa

Desde este mismo instante, con San Antolín delante, hago profesión de fe: Qué no hay Cristo más castizo, ni muerte más elegante, ni rosas que huelan mejor, que no hay en Murcia murciano que al ver al Perdón andando, sus estantes apretando, el barrio que se desploma y una multitud clamando, no exclame casi entre llantos: “¡Viva la madre bendita que un buen día os parió!”. Y lo demás son monsergas, hablillas de sacristía, que hay que tener valor para acudir a estas líneas, habiendo estado el Señor paseando en Trapería.

En esta Murcia de la Unión Europea, que Bruselas queda a un paso aunque allí no sepan que un paso es una tarima, con sus varas y sus flores, y sus imágenes encima, aún queda un reducto nazareno que se resiste y revela a perder la esencia de la Semana Santa murciana: la algarabía y el jaleo, el desorden aparente, como un reloj de mil piezas desarmado sobre la mesa del itinerario nazareno y que, solo unos segundos antes de arrancar la procesión, con el golpe de campana de las siete de la tarde, vuelve a componerse para marcar con absoluta precisión la hora de la Pasión. Esto sucede en San Antolín. Porque San Antolín no es Murcia.

San Antolín, en Lunes Santo, cuando Luis de la Rosario va despachando vermús, bacalao rebozado y caballitos dorados, la anchoa con su cebollica, dulce y salada, no pica, se convierte en capital. Capital de los cofrades que recuperan sus remotas túnicas del arca donde la abuela escondía sus cuatro perras, el rosario de nácar y plata, y la mortaja, que no era color magenta por poco. Y sale el nazareno del Perdón a mediodía a echarle el alboroque al mismísimo Cristo, porque es uno más de la familia, mientras se celebra el besapié.

“Dice la mamá que te vengas, que no te lo dice más!”, le increpa el hijo. Pero es en vano. Porque el cofrade del Perdón se enzarza discutiendo sobre cuál paso anda mejor, que si el año pasado no se podía ir más lento, que si este ya veremos, que a las ocho en La Glorieta, la amenaza de la lluvia, que hay que tener valor para no limpiar la túnica, que éste no ha sacado contraseña, que aquél nazareno llevaba bambos y el regidor se lo comía, que a ver quién es el guapo que sale a fumar, que el presidente ha dicho esto y lo otro, que qué sé yo… Lunes Santo castizo.

Sánchez Lozano y Toledo, Salzillo y Sánchez Tapia. Sin olvidar a Castillejos, a Damián y al gran maestro, Hernández Navarro lo llaman. Estos son los escultores de tan espléndida Pasión, aquellos que soñaron un día con arrancar al Señor de la madera baldía. Por eso, cuando la Soledad va derramando sus lágrimas por la carrera, cierto halo de misterio envuelve la procesión. “¿Por qué llora, mamá?”, pregunta un niño. “Porque se acaba la procesión”, le responde.

Jesús en Getsemaní y más tarde ante Caifás, prendido, flagelado y de espinas coronado. Cinco primeros pasos. Luego anda al encuentro en la Vía Dolorosa murciana con la Verónica, antes de su ascendimiento para convertirse en Cristo y volver a descender en una ciudad que lo aguarda impaciente. Algo tiene el Perdón que inquieta, que desvela y seduce. Porque este Cristo se deja llevar, mecido por la burla, rendido ante un cortejo acompasado, la antigua procesión de túnicas con cola. Y para cola, Belluga: cuatro, cinco o seis filas de espectadores y a reventar la tribuna.

¿Adónde caminas, Perdón, quebrada la tarde oscura, sin más fuerza ni armadura que el latir del corazón? ¿Qué buscas Padre del Cielo al virar en Trapería, cuando te admiran tus hijos levantados de sus sillas? “¿Qué va a buscar?”, dice alguien. “Busca la nazarenía”. De bocacalle en plazuela, del Arenal a Vidrieros, de Sagasta hasta las Flores te siguen tus nazarenos. Sin contar, que podría hacerlo, los que observan desde el cielo.

“¿Es usted San Pedro, maestro?”. “Lo soy, ¿a quién se le ofrece saberlo?”. “A un estante del Perdón que quiere volver a verlo”. “¿Y cómo acredita eso?”. “Con este estante en la mano y este nudo en el pescuezo. Si en el Cielo hay agujeros, deje que mire por ellos, aunque me cueste la Gloria, aunque sea un segundo o menos”. “Pues buen hombre, mire usted, que cuando el Jefe no mire, también yo me asomaré”.

Ni en mil años que se escribiera tendría final la crónica del Perdón. Pues otros mil harían falta para entender el misterio de tan secular Pasión. San Antolín, puertas abiertas. Ante el templo, la carrera. Pero aún antes la cuesta del Señor del Malecón. ¡Qué tronío los estantes! De comandantes, Los Rojos. En el puente va María. Por babor, la Magdalena; San Juan en estribor arriba. Hacia el puerto de Belluga; mar de fondo, burla antigua; como batuta, un estante; como marea, mi vida. Comienza la sinfonía de este velero andante que va reclamando la Gloria con notas de magenta y sangre.

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