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La almohadilla de alfileres, madre

Voy caminando a la Sangre y la memoria me asalta. No hay año en que no recuerde cómo la vida se pasa. Aunque quiero resistirme, apenas alcanzo la entrada, el corazón me da un vuelto, ¡cuánta túnica colorada! En mi mente nazarena las imágenes se aclaran y, aunque sea por un instante, revive mi lejana infancia. La almohadilla de alfileres, madre, ¡Ay, quien la rescatara!

Apenas sonaban las dos, quien comía ya acababa. Olores de monas tiernas la cocina inundaban. La plancha, aún humeante; en la mesa, las estampas; detrás de la puerta, el estante; un lazo blanco en la lámpara. “¿Qué dice el señor del parte?, ¿estará la tarde clara?”. Afuera, El Carmen que vibra, con sus burlas, sus fanfarrias, las bandas se arremolinan entre floristas que aún cambian esta tarrina por otra, estos claveles por rosas. “¡Comprueba las baterías, que la carrera no es corta!”.

Crepita una olla de hierro, de huevos cocidos colmada. “¿Dónde está el papel de plata?, ¡Venga que es tarde, adelanta!”. En el suelo, bolsas de habas. Pastillas de caramelo en sus sacos enfundadas, con un lazo rojo de Sangre, ¡vaya trabajo embolsarlas! En aquella sinfonía eras, madre, nuestra capitana. Por aquí los alfileres, en su almohadilla dorada. Por allí, medias y ligas, los gemelos, la corbata, si acaso una pajarita, las camisas, alpargatas; encima del aparador, enaguas almidonadas.

“¡Nena, ven que yo te enseñe!”, a mi novia le espetabas. Y ella se sonrojaba. En el dedo, tu dedal, y la sonrisa pintada. Una puntada invisible la túnica sujetaba. Por las medias se extendían filigranas coloradas. La abuela desde su rincón, con la carita empolvada, gruñía al ver el reloj. “¡Qué son las cinco, zagala!”. De fondo, junto a la taberna, una marcha pasionaria.

Madre, peinabas canas. Encaramada a una silla el pañuelo me ajustabas, alfileres en la boca y emoción en las entrañas, con papeles de periódico bajo la seda encarnada. El abuelo, con mirada sepia, desde una foto observaba. Mientras arriba, en el cielo, con San Pedro se enzarzaba. “¡Haga usted el favor, Perico, que soy huertano de raza, cabezón  de San Benito, estante de la Samaritana, así que espanta esas nubes o tendremos más que palabras!”. Puntada a puntada, en la historia te adentrabas. La almohadilla de alfileres, madre, ¡Ay quien la rescatara!

Luego llegaba la Nena, mi dulce hermana del alma. Y traía a sus chiquillos. ¡Ay, cómo bostezaban! Hoy no es día de dormir la siesta, la procesión nos reclama. “¿Habéis traído las bolsas?, la abuela les preguntaba. “¡Vamos corriendo a la calle, de caramelos llenadlas!”. Diminutas túnicas del Carmen caminan alborotadas. El pelotón de los torpes, como en Murcia se les llama, pues no hay en ellos más orden que el que sus pies le reclaman. ¡Dejad que los niños corran y alboroten la jornada!

La multitud se pregunta al descubrir el primer paso: “¿Quién es ese hombre que anda con el dedo levantado?”. Vicente Ferrer, de quien cuentan que además de fraile fue santo. Y, de paso, señalando que el cielo presagia tormenta, no entreteneos demasiado.

Jesús en casa de Lázaro, Lavatorio y Negación, tres pasos que son tres puntales de rigor y devoción, que hay que tener valor, habiendo nacido en la huerta, para negar al Señor. Entonces llega el Pretorio: El Berrugo malcarado, que talló Sánchez Lozano, quien tuvo por modelo a El Chano, según cuenta la tradición. Tanta fealdad en su rostro, empecinado en las habas, llega otro paso y reclama andanadas de Fe por ti, que eres Dios de la historia carmelitana. Cristo de las Penas remotas. Y san Juan, joven y recio, va custodiando el cortejo que se pierde en Trapería. Detrás, la Madre, María.

El Nene anda peleando, por ser el mayor y quien manda. “¡Este año no llegamos, siempre igual, a ver qué pasa!”. Yo sé bien qué pena tiene en la garganta anudada. Su mujer nunca lo viste, que es muy fina la muchacha. “Pero mientras Cristo me dé fuerzas no faltará quien lo haga”, susurra mamá y se calla, que no hay madres más prudentes que nuestras madres huertanas. Entonces retiembla el timbre, son los vecinos que aguardan recibir un caramelo, quizá una mona, una estampa. La casa se llena de risas, de recuerdos y añoranzas. Unas copas de mistela si la visita se alarga. “A ver si quedan aún algunas tortas de Pascua”.

Te recuerdo padre, serio, en silencio en tu butaca. Querías disimular pero la emoción te ahogaba. ¡Cuántos años eras tú quién la sená me llenabas! ¡Cuántas tardes a la Sangre de la mano me acercabas, contando historias antiguas, de nazarenos de raza, de aquel año que llovió tanto, de aquel otro cuando escampaba! Ahora recuerdo ese miércoles, miércoles de tu retirada, cuando me dijiste hijo, te cedo mi sitio y mi vara, como nunca he sido rico, también te entrego mi alma, no tengo otra herencia que darte, espero que sepas cuidarla. Y luego, desde el sillón, pues las piernas te fallaban, casi ni abrías la boca mientras mamá me arreglaba. ¡Qué no daría yo ahora por revivir esa estampa!

Al final, casi en la puerta, ese abrazo que me dabas aún retumba en mi pecho, a fuego se grabó en mis entrañas. “Sé formal, defiende el puesto, ve rezando mientras cargas”. Entonces reunías fuerzas por ver a la Samaritana. Te arrastrabas a la calle, los achaques aplacabas, y en una silla esperabas ver caminar a tu trono, ver a tu hijo en la vara. “Es ése de ahí, el alto, grande como una barraca”. Aún hoy, cuando llego al sitio, al no encontrarte en la plaza, ordeno detener el paso, allí donde te sentabas, pues sé que desde la Gloria tus lágrimas me acompañan.

 

Aún recuerdo esta tarde aquello que me contabas. La procesión de la Sangre, como un gran dique de almas, dos riveras de fieles enmudece y dos orillas separa. Una algarabía de gentes que, cuando pasa el Cristo, callan. Sobre el puente, recortado por el Segura que pasa, la luz de sus cirios rojos se multiplica en las aguas, que parecen detenerse para reiterar su estampa. Dos desfiles en Los Peligros, dos cortejos hacia la urbe avanzan. Uno, sobre la piedra. El otro, la corriente arrastra. Por eso este Puente Viejo, cuando la sangre lo salta, atesora entre sus arcos toda la Semana Santa.

 

Al llegar la madrugada, cuando los hombros se rindan y esté quebrada mi espalda, cuando la Sangre regrese en solemne retirada y adorne con flores mi estante ya camino de mi casa, volveré a tener presente cuál fue el hogar de mi infancia, mi familia nazarena, mi gran estirpe huertana y, de nuevo entre suspiros, pensaré: La almohadilla de alfileres, madre, ¡Ay, quien la rescatara!

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