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La última y triste ejecución pública en España (II)

LAPERLA Vicente Castillo, condenado a la perpetua por el asesinato de Tomás Huertas, a quien su mujer, Josefa Gómez, envenenó con estricnina, partió desde Cartagena al penal de Melilla. Peor suerte esperaba a la mujer, principal acusada por el denominado ‘crimen de la Perla’, que así se llamaba la casa de huéspedes que regentaba en Murcia. El día 28 de octubre, víspera de la ejecución, no quedaban esperanzas. El Gobierno había ratificado la pena máxima como ejemplo para el pueblo. Y en Murcia crecía la tensión. El diario ‘La Correspondencia’ revelaba que muchas familias «se han marchado de Murcia y otras desean marcharse, y no falta quien retrasa su venida a la capital […] huyendo del terrorífico espectáculo». Esa mañana el juez de San Juan notificó a Josefa la sentencia. La reo apenas podía mantenerse en pie. Afuera, los soldados mantenían cortado el tráfico en Ronda de Garay para evitar altercados. Josefa fue trasladada entre sollozos a la capilla. La acompañaban dos presas que con ella habían compartido celda los últimos días, varios hermanos de la Archicofradía delRosario y dos Siervas de Jesús. Y el párroco de San Antolín. «Nunca quise hacer daño al padre de mis hijos. No merezco este castigo», musitaba la mujer una y otra vez. Concluida la misa, le ofrecieron una taza de caldo, que apenas logró beber. Al mediodía la visitaron el gobernador civil y el jefe militar de la zona. Por la tarde, el presidente de la Audiencia. Pero ella solo quería ver por última vez a sus hijos Francisco yMaría de la Fuensanta, de 8 y 10 años de edad. Cuando llegaron, como destacó la prensa, «llevaban pintada en su semblante la más triste amargura». Josefa se mostró tranquila. Ni siquiera lloró porque «ni sus ojos tenían ya lágrimas, ni el estado de inanición en que se hallaba le daba energías. «¡Válgame Dios, hijo, un hombre como tu llorar!», exclamó mientras abrazaba al pequeño. Al despedirse de ellos, el gobernador le preguntó a la reo si necesitaba algo. «Que haga usted lo que pueda por estas criaturas», contestó. Espeluznante. Esa tarde, el Ayuntamiento de Murcia suspendió su sesión ordinaria. Aún la misma noche, el alcalde enviaría un telegrama al presidente Cánovas del Castillo suplicando el perdón para Josefa, «que dentro de siete horas será ejecutada». LaArchicofradía del Rosario continuó por las calles pidiendo limosnas para la desafortunada. Sobre las diez de la noche, Josefa dictó su testamento, donde legó cuanto tenía a sus hijos, salvo parte del dinero a sus hermanas y la familia de la criada que falleció. El buen párroco de San Antolín fue nombrado tutor de los chiquillos. La increíble precisión de las crónicas periodísticas reflejaron hasta el pulso de la condenada: «Las pulsaciones de Josefa no indicaban gran agitación: eran solo diez más de las normales». Fue entonces cuando les dijo a los carceleros que estaba contenta porque «ese Cristo ya no me mira como antes; veía su mirada triste y ahora veo sus ojos muy alegres».Entonces sintió fiebre. Un sorbo de vino Durante la noche también se construyó el patíbulo, frente a la antigua cárcel en la Ronda de Garay, justo enfrente de donde se alza el hotel Siete Coronas y antaño estaba el llamado molino del marqués. ‘La Correspondencia’, en un inaudito despliegue informativo, incluso publicó un croquis del lugar. A las siete y media de la mañana del día 29 de octubre «más de doce mil almas» aguardaban el fatal desenlace. Sobre esa hora, el verdugo visitó a Josefa. «Vengo sin odio a cumplir mi triste misión. ¿Me perdonas?», le espetó a la desdichada. «Con todo mi corazón y toda mi alma», respondió ella. La puerta de la cárcel se abrió a las ocho. Encabezaba la comitiva el estandarte del rosario y un sirviente que portaba en una bandeja dos botellas de vino cordial y generoso. Detrás, Josefa, maniatada y cabizbaja sobre un tartana. En sus manos, una estampa del Corazón de Jesús. El silencio era absoluto. Por eso muchos pudieron escucharla: «Pido perdón a esta ciudad, de lo que haya podido escandalizarla con mi vida y ruego que me encomienden a Dios». Antes de subir al patíbulo, la rea bebió un sorbo de vino cordial, una bebida de diversos ingredientes que se suministraba a los enfermos para animarlos y confortarles. Ya sobre las tablas se arrodilló mientras musitaba una oración. Entre el gentío se escuchaban insultos contra el verdugo, quien se acercó a ella y le dijo: «Vamos». Redoblaron los tambores de la infantería. El verdugo le ató los pies, le cubrió la cara y le colocó la argolla en el cuello. Con suma ligereza accionó el tornillo y Josefa no llegó a terminar su última frase: «¡Jesús, María y…!». Eran las 8.25 horas. La campana de la cercana iglesia de San Juan tocó a agonía. La de Josefa Gómez Pardo había terminado. El cura de San Antolín recogió el crucifico que en sus últimos días acompañó a la reo, el mismo que los murcianos intentaban besar cuando descendió del patíbulo. Muchos, incluida la prensa, consideraban que Josefa era una santa. Como ordenaba el protocolo, el verdugo quitó el cubre-rostro de la cabeza de la ejecutada y «se oyeron voces desgarradoras y ayes lastimeros de entre la muchedumbre». «Una multitud fiera» Los cronistas de la época cifraron en «30.000 personas» las que aquel día desfilaron para contemplar el cadáver de Josefa. «Jamás se ha visto en Murcia tanto gentío», publicaron. Comercios, colegios e institutos cerraron en señal de luto. Siete horas después del ajusticiamiento, a las 15.45 en punto, el verdugo quitó al cadáver las correas que lo sujetaban al banquillo. El cuerpo de Josefa fue introducido en un ataúd negro y el ataúd en un coche fúnebre que la llevó hasta el cementerio de Nuestro Padre Jesús. Alrededor de las cinco de la tarde se le dio sepultura. Miles de personas la acompañaron. El periodista Martínez Tornel lamentaba en ‘El Diario’ que «esa multitud fiera que se ha disputado el sitio para gozar el espectáculo» había quedado impresionada… «pero no más moralizada». Y concluía la crónica: «No quiera Dios que vuelva a ver Murcia esos dobles espectáculos, del patíbulo levantado y de una multitud tan ávida, tan codiciosa de ver morir a una pobre mujer a manos a manos de un verdugo». El deseo de Tornel se cumplió. Se acababa de realizar la última ejecución pública de una mujer en España.]]>

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