Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia». Así describía Cervantes en la Primera Parte de su célebre obra una de las aventuras del hidalgo. El pasaje fue escrito apenas unos años antes de que, en 1622, se conociera como Camino de la Seda el que llegaba hasta la ciudad. Y no es la única referencia que nos recuerda el pasado glorioso de esta industria.
Santa Teresa de Jesús, en su Libro de las Moradas, también describirá la sorprendente metamorfosis de los gusanos y otro tanto recordará Lope de Vega en Los Porceles de Murcia. El médico murciano Jerónimo de Alcalá, por su parte, habrá de explicar en El donado hablador Alonso que, allá por el año 1558, cuando se auguraba una crisis económica en toda España, un poeta murciano compuso cierta quintilla para burlarse de los agoreros: «Gusanos han de comer, los cuerpos tristes y humanos. En Murcia no que ha de ser, al revés que han de comer, los hombres de los gusanos».
El origen de la seda en Murcia es incierto. Cascales, en su Discursos Históricos, apuntaba el siglo XV como el arranque de los cultivos «pues no he visto que se haga mención de moreras ni seda» en los documentos históricos de la ciudad. Esa falta de fuentes complica demostrar que ya se conocía en España desde el siglo XIII, como apuntan algunos investigadores.
El historiador Maurice Lombard, por ejemplo, considera que fue el Islam quien introdujo esta industria. Una descripción anónima de Al-Andalus -Dikr bilad al-Andalus-, datada en el siglo XIV ensalza «la vega conocida como Sangonera, que no tiene parangón en toda la tierra [&hellip] En ella hay buena seda».
Los gusanos, como reyes
Sea como fuere, la seda se convirtió en una de las principales riquezas de estas tierras. Y los gusanos su más preciada materia prima. Hasta el extremo de que el Concejo prohibía sacar estiércol de la ciudad en los meses de marzo y abril para que los fuertes olores no afectaran a su cría. No pocos huertanos ‘incubaban’ en los pies de sus propias camas la simiente -los huevos- para que el calor acelerara su eclosión.
Cuenta la investigadora María José Díaz que era costumbre lavar la simiente en la fuente de la Fuensanta para asegurarse una buena cosecha. Aunque otros recomendaban darle un baño de vino e, incluso, de orina de niños sanos y robustos. Todo con tal de mantener la calidad de la materia prima, muy superior entonces a la afamada china. Por eso se bendecía en una solemne ceremonia en la ermita de San Antonio el Pobre, como hoy se sigue haciendo en Santa Catalina del Monte gracias la peña huertana La Seda.
El emperador de Alemania, Carlos I, confirmó las ordenanzas del sector en 1552. Cinco grandes gremios lo controlarían. Para la construcción en 1610 del Contraste de la Seda, donde se centralizó todo su comercio, se eligió la plaza de la ciudad, hoy llamada de Santa Catalina. Sustituyó, al parecer, a otro edificio anterior de iguales fines, según denota una carta de los Reyes Católicos fechada el 21 de junio de 1500. De los dineros de la seda se financiaron las obras del Seminario San Fulgencio, del Puente Viejo o la Catedral, mientras el Gremio de Torcedores y Tejedores fundó la actual Cofradía del Perdón, que hunde sus raíces en el siglo XVII.
Junto a los pequeños talleres, distribuidos por toda la ciudad pero con especial presencia en los barrios de San Antolín y San Andrés, abre sus puertas en Murcia la Real Fábrica de hilar sedas a la Piamontesa, autorizada en 1770 por Carlos III. Esta factoría, al llegar el siglo XIX, contaba con casi 800 obreros. Estaba ubicada en la actual casa de los Nueve Pisos, que conserva la portada del Colegio de la Anunciata, donde estudió Salzillo. Otros 350 trabajadores operaban por aquel tiempo en la Fábrica de tejer sedas a la Tolonesa.
El principio del fin
Con el paso de los años, sin ganas de renovación ni de aprovechar la ventaja frente a Europa de obtener la cosecha un mes antes, la seda agonizaba. El último intento de rescatar el negocio se produjo en 1892, con la creación de la Estación Serícola en La Alberca. Los cursos para la cría, el reparto de semillas para repoblar de moreras la huerta y las ayudas a los productores no lograron superar una nueva y terrible amenaza: la seda japonesa invadía España a unos precios ridículos.
En la década de los años cuarenta el negocio sedero empleaba a cientos de murcianos y, según las estadísticas, en 1953 la producción de capullo alcanzó los 500.000 kilos, lo que produjo hasta 40.000 kilos de seda hilada. ¿Era mucho? Ese mismo año en todo el país la producción fue de solo 140.000 kilos.
Las cifras no variaron hasta comienzos de la década de los setenta. En 1974, la Serícola recogió unos 300.000 kilos, cantidad muy inferior a las cantidades registradas en Orihuela y la Vega Baja.
La última fábrica cerró sus puertas en marzo de 1977. Así que al año siguiente se extinguió esta industria, ya no solo en Murcia, sino en el resto del país. No en vano, el 99% de la seda se producía aquí. Alfonso Albacete, director de la Estación Serícola durante 40 años, se negaba a admitir que las fibras sintéticas hubieran sentenciado a muerte el negocio.
Albacete atribuía el desastre al aumento en el nivel de vida de los agricultores, quienes abandonaron la producción de gusanos, la desaparición del Instituto de Fibras Textiles que regulaba el sector y el desembarco de China en los mercados mundiales. No advertía Albacete la evidente dejadez de las administraciones, con menos cerebro que los propios gusanos.
En la década de los años ochenta aún permanecían en pie y abandonadas las dos fábricas conocidas con el sobrenombre de Mayor y Menor en el barrio de San Antón. La primera, ubicada en el que fuera convento de los Diegos. En el barrio, aparte de una chimenea, solo el nombre de un jardín recuerda el esplendor de este comercio que se perdió. Podría haber sido el vidrio de Murano, la miel de La Alcarria o la porcelana de Sèvres. Pero fue, una vez más, Murcia.