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«El colchón infectado es para mi suegra»

Creyeron que se acababa el mundo. Y no les faltaba razón. Porque la epidemia de gripe de 1918 trajo a Murcia estampas apocalípticas. Los muertos se amontonaban en los hospitales, los contagiados se contaban por miles y la rutina cotidiana quedó paralizada. Ni siquiera se permitía a los deudos acudir a los cementerios. Ahora, casi un siglo después, aquellos hechos nos resultan casi medievales. Pero el resurgimiento de una nueva pandemia nos refresca la memoria.

 

Esta gran epidemia, que también fue provocada por los cerdos, causó la muerte de entre 40 y 50 millones de personas en todo el mundo. En apenas seis meses, a pesar de que los viajes sólo se realizan por mar, el virus se extendió por todo el planeta. La llamaron, erróneamente, la gripe española, aunque la enfermedad se detectó por primera vez en Kansas el 11 de marzo de aquel año.

 

La epidemia adquirió en Murcia tintes dramáticos a partir del mes de septiembre. El comienzo de las infecciones se situó entre los días 4 y 5 de octubre, aunque ya el mes anterior se habían producido muchas defunciones, adquiriendo proporciones cada vez más alarmantes para culminar el día 19 de octubre. El mismo día 4, el alcalde de Murcia remitió una circular a los médicos de la Beneficencia municipal para ordenarles que informaran de los convalecientes «por la enfermedad reinante” y de cualquier alteración que observaran, “para que pueda garantizarse la sanidad pública». No imaginaba qué iba a suceder.

 

Según datos de la Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico en la provincia de Murcia, fallecieron durante el mes de octubre 3.018 personas a causa de la gripe. Apenas nacieron 1.300 personas. La epidemia extendió el pánico entre el vecindario ante el elevado número de muertes que se producían. En Blanca, por ejemplo, fallecían hasta tres personas al día aquejadas por la enfermedad, como lo prueba la noticia publicada en El Tiempo en octubre de 1918. En Alhama fallecieron, entre el 1 y el 14 de octubre, 88 enfermos, mientras el corresponsal advertirá amargamente de que «el miedo ha infundido tales recelos a las gentes de este pueblo, que donde hay un enfermo, ni aun la familia acude en su ayuda, siendo muchos los casos en que por estar el matrimonio y los hijos en cama al mismo tiempo, ha tenido que perecer o empeorar alguno de ellos por salvar a los demás». De otro pueblo escribirán que «no hay familia donde no haya un muerto».

 

El gobernador civil ordenó entonces a todos los ayuntamientos que prepararan lugares aislados para los enfermos contagiosos y en Cartagena se prohibieron las novilladas y hasta la visita a los cementerios. Los teatros permanecen cerrados y se suspenden los juicios con jurado. Entretanto, crece el número de anuncios publicitarios en la prensa sobre productos para combatir la epidemia. Y también la cantidad de esquelas que, en alguna ocasión, cubrirían por completo las portadas de los periódicos.

 

El presidente de la Comisión de Beneficiencia y Sanidad elevará al Ayuntamiento de Murcia una moción en la que establece las precauciones básicas para afrontar la epidemia. Entre ellas, recomienda lavarse las manos a menudo, proveer de escupideras a los enfermos, sumergir sus ropas en ácido fénico o zotal antes de sacarlas de la alcoba, lavar las paredes con cal y quemar azufre. Entretanto, las autoridades luchan contra el sacrificio ilegal de cerdos y los médicos murcianos no dan abasto: recetan, en pocos días, hasta 8.000 recetas.

 

En el parte médico del 20 de octubre la cifra de muertos en la capital ronda los 60. La precaución de suspender actos públicos no afectaría a la Iglesia. Ese mismo día se iniciaron rogativas en la Catedral de Murcia, a las cuatro y media de la tarde, con la exposición de la Patrona, la Virgen de la Fuensanta y de «Su Divina Majestad, Estación, Santo Rosario, Novena de los Santos, con la oración protempore pestilentia, Bendición y Reserva del Santísimo Sacramento».

 

Según los informes diarios de Sanidad, la gripe azotó con especial virulencia a la huerta de Murcia, seguida de la capital y de las pedanías del campo. Alguna de las inspecciones que se realizaron entonces demostraron que la higiene pública brillaba por su ausencia. En Aljucer, por ejemplo, el cementerio está dentro del pueblo y ya no queda sitio para enterrar a nadie. Son lugares donde la prensa dirá que «su bandera es la desidia». En otros, aunque la situación es dramática, suceden hechos que rozan la ironía. Es lo que sucedió en Churra cuando los inspectores observaron que el colchón donde había fallecido una mujer y su hija era cargado en un carro que también se empleaba para transportar patatas. Cuando le preguntaron al carretero a dónde llevaba el colchón, respondió de inmediato: «A casa de mi suegra».

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