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El codiciado voto de los muertos murcianos

elecciones Cierto es que el buen clima y la gastronomía en Murcia resucitan a los muertos. Pero mucho menos que unas elecciones. Y aún está por determinar si acaso aquel Lázaro bíblico no sería, pongamos por caso, un huertano de La Albatalía. Porque durante los últimos siglos se ha distinguido esta tierra por ser tan fértil como idónea para devolverle, más la tarjeta electoral que la vida, a quienes dormían el sueño de los justos. En alguna época, las tretas y pucherazos electorales fueron de tal calibre que la región acaparó los titulares de la prensa nacional. Eso sucedió a finales del siglo XIX, cuando el diario ‘La Paz de Murcia’ sentenciaba en 1882: “En llegando las elecciones salen los muertos de sus tumbas”. La historia de las elecciones municipales de 1881 no tiene desperdicio. El expediente abierto por el gobernador de la provincia para comprobar las concordancias entre el censo electoral y el padrón de vecinos fue demoledor. “En el primero figuran miles de electores que no aparecen en el segundo”, clamaban los candidatos perdedores. Así era. La pedanía de Nonduermas se llevó la palma. De 116 electores tan solo 17 constaban empadronados como vecinos. Entretanto, el Ayuntamiento capitalino se negaba a facilitar a los ciudadanos el censo y el padrón, pues aseguraban no disponer de ellos. Tales noticias publicaba ‘La Paz’ y refutaba ‘El Diario’, desde donde se alababa el procedimiento, salvo “algunas faltas de detalle”. La culpa, según el rotativo, era de los alcaldes de barrio, que trabajan “a regañadientes”. Además, los murcianos tenían miedo a los padrones pues pensaban que son “la base de una contribución, sea de sal o menos salada”. “Mal hechas las listas” De 24 concejales en juego el partido conservador-liberal consiguió 20. El 9 de mayo, ya celebrados los comicios y mientras cundía el escándalo, el nuevo alcalde propuso una comisión para investigar las supuestas irregularidades. Comisión que, por supuesto, no llegó a constituirse. Durante aquellos días, la prensa denunció que en las listas municipales “a docenas están los muertos dentro y fuera de la ciudad”. Eso, sin contar los nombres duplicados, los ausentes de Murcia desde hacía años o los encarcelados, lo que provocaba “una detestable confección, cuya purificación ni hay tiempo material para intentarla ni medios para ella”. El 31 de enero de 1882, tras 8 meses de pesquisas, se decretó la anulación de las elecciones por estar “mal hechas las listas”. Los murcianos volvieron a votar entre los días 21 y 24 de febrero, Miércoles de Ceniza de por medio, y llegaría a la alcaldía Eduardo Riquelme Figueras. La picaresca no tenía límites. Algunos padres ponían bienes a nombre de sus hijos menores de edad para que pagaran la contribución, “creyendo con esto que tienen derecho a votar”. Joaquín López Puigcerver, valenciano que en 1886 y 1893 fue elegido como diputado por Murcia, denunciaba en el Congreso tras otras elecciones en 1891 las “graves irregularidades” que se habían detectado en esta provincia. Tantas parecían ser que incluso pidió a sus señorías que dejaran para lo último la aprobación del acta de Murcia. Puigcerver arrancó su discurso afirmando que las elecciones en la región eran “las más escandalosas de las últimas verificadas en España”. Ya  se habían olvidado de las de 1881. Para demostrarlo, enumeró el catálogo de anomalías detectadas, entre las que se encontraba la formación de censos, la apertura de colegios antes de hora o la “misión de votos de muertos”. En manos del alcalde El proceso electoral, desde luego, favorecía los tongos. Las leyes obligaban a los alcaldes a que, “sin levantar la mano”, confeccionaran una relación de los vecinos mayores de 25 años que constaran en el último empadronamiento. La lista debía colocarse en el sitio acostumbrado para los edictos y bandos municipales hasta la reunión de la junta electoral y el Consistorio en pleno. En aquella sesión, recibidas las diferentes certificaciones de los jueces municipales, de instrucción y de primera instancia, se confeccionaban otras 5 listas. La primera incluía a los vecinos con derecho a votar. La segunda reunía a los fallecidos con posterioridad al último padrón, según certificaban los jueces municipales. Las otras tres relaciones contenían a los incapacitados para el voto, bien por enfermedad o por la justicia y a quienes no contaran con más de dos años de residencia. Poco tiempo después, en 1900, basta una certificación de un pedáneo o párroco para incluir a un ciudadano en el padrón. Otro coladero. La situación no había mejorado en 1889. El célebre periodista Martínez Tornel anunciaba en su ‘Diario de Murcia’ que se había institucionalizado la llamada Partida de la Porra. Este grupo, muy activo en el sexenio revolucionario (1868-1874), acostumbraba a asaltar periódicos republicanos y carlistas. Aunque tuvo su contrario, que no repartió menos leña. Según Tornel, los matones de la porra se encargaban de tomar las calles en las noches anteriores a las elecciones y pegaban “brutalmente al ciudadano indefenso en nombre de la libertad. Después, se falsificaron actas; se resucitaron muertos…”. Así se daba el caso de muchos que, sin haber votado jamás en vida, no pararon de hacerlo desde el otro barrio.  ]]>

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