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Y tú, nazareno colorao, le diste la vida

caramelos1Quizá nunca sepas, nazareno colorao, que con ese caramelo le has dado la vida. Tú te acercabas por tu fila, con esa suficiencia de cofrade antiguo, siluetado el rostro bajo la tela, que aferrabas a tu cuello, la frente alta, midiendo los pasos con el farol mientras enfilabas la subida del Puente Viejo. Y allí andaba la abuela varias horas esperando para contemplar su cortejo más querido, en su barrio más querido, antiguo Partido de San Benito, con sus gentes más queridas, las que antaño llegaban en autobús desde las pedanías para apearse en Camachos y sumarse a la procesión. “¡De eso nada, compadre! –protesta el de siempre- “¡Al Carmen se venía andando, como mandan los cánones nazarenos!”. No vamos a discutir.

Te acercaste a ella y la hermandad entera se detuvo un par de minutos. Fueron bastantes para que pudieras admirar la salida del Lavatorio, allá a lo lejos, al fondo de una avenida tapizada de mayordomos, y torcieras tu gesto anónimo al descubrir ciertas nubes que cruzaban la ciudad, como cada Miércoles Santo. Entonces, sin saber la razón, decidiste darle un puñado de caramelos, sin venir a cuento, sin saber siquiera a quién se los entregabas. La abuela abrió sus ojos, ¡que tantas primaveras encerraban!, los recogió en silencio y se los acercó al pecho, a su medallita de la Fuensanta, mientras la burla atronaba la carrera. Solo una lágrima acompañó, sencilla, del cristal de las tulipas diáfanas, un susurrado “¡gracias!”. Pero tú, nazareno colorao, le habías dado la vida.

Aquella mujer, como tantos, recuperó por un momento una infancia lejana. Se agolparon en su mente las leyendas del Berrugo, el de las habas, ese que cada Miércoles Santo se burla de Cristo en sus barbas. Es el paso del Pretorio que al llegar a Bassabé, en esa hermosa esquina cerrada, marca el ecuador exacto de la estación de penitencia. Huele la ciudad a desfile grande, de incienso, de lirios y cera. Aquella mujer, como tantos, recordó el ajetreo de túnicas planchadas, las que vistieron sus padres y sus abuelos, que llenaban toda la casa. Bolsas de otros caramelos junto a la puerta, preparadas. Por la plaza del Romea camina la Samaritana.

Tú, nazareno colorao que siempre rezas ante el Cristo de las Penas antes de ocupar tu sitio, seguías caminando despreocupado, acaso buscando a los tuyos. Pero al entregarle aquel caramelo le diste la vida. Porque la vida también son nostalgias de procesiones antiguas, cuando ella corría a comprar pastillas de bergamota, cuando remendaba las medias del abuelo, frágil y florida joya. ¡Ay, que noches de desvelos!, ¡ay, que madrugadas sonoras! En la radio retumbaba una marcha mientras pasaban las horas, a veces pendiente del parte, otras del almidón, de la rosa que adorna enaguas, del papel de aluminio, ¡qué siempre falta,  siempre falta!, de las estampas, de los huevos duros, de las habas… Miércoles Santo de Sangre en las familias murcianas.

Sobre el itinerario nazareno está la ciudad convocada, ávida de Sangre pasionaria. Y el cortejo se desgrana en puñados de caramelos, en reencuentros fugaces a pie de calle, en abrazos de novias enamoradas, en mayordomos apresurados tras el palio de respeto y las bandas.  Pero también en tristezas y nostalgias, como el luto que en este día cubre al paso de La Negación, al que en Murcia siempre se le llamó del Gallo, porque su histórico cabo de andas, Raimundo López, acaba de ser convocado al Cielo para celebrar su última y gloriosa estación de penitencia. Desde el balcón del paraíso contempla su procesión amada. “¡Desde aquí se ve de cine, hombre –exclama San Pedro-. Arrima tu silla dorada!”, mientras tu estante reposa en una nube plateada. Cada primavera muere una Semana Santa. Tantas como tantos nazarenos sacan la inevitable contraseña para el Santo Sepulcro de la vida.

La procesión avanza. Tú, nazareno colorao, ya desfilas por Santa Ana. Pero la abuela aún mantiene en sus manos aquellos caramelos de nácar. Llega el Cristo de la Sangre a Los Peligros y, mientras Murcia contiene el aliento, en el agua del Segura se reflejan sus cirios. Parece que va caminando, desclavado, con sigilo, mientras imprime su santo perfil sobre la plata del río. Este sí que es su paso, el de ella, en el que cargan sus hijos, al que siguen hoy sus nietos ganándose bajo la tarima un sitio. La Banda de la Sangre alza sobre el atardecer colorao sus himnos.

Miércoles Santo de Pasión que fluye en venas coloradas, entre aromas de azahar que impregnan las maderas centenarias. Quinientos estantes las alzan, un millar de hombros recios que, al retornar por Jara Carrillo, ven aliviado su peso ante la inminente recogida. Cuesta arriba y cuesta abajo, de nuevo en San Benito bajo una noche estrellada. Son los últimos metros de un sueño acariciado durante casi un año que se desvanece como las senás abultadas donde ahora apenas queda un presente. Y tú, nazareno colorao, ya liberado del peso de tu nobleza, has dejado sobre la carrera, brillante como una estrella, la lágrima de gratitud de una abuela nazarena. Porque tú, nazareno colorao, al darle un puñado de caramelos, sin saber ni a quíen se lo dabas, le has dado también la vida.

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