Nadie se atrevió, aunque ya se marchitaron las flores de su estampado, a retirarlo. Quizá alguien, en esas tardes interminables de desholline frenético, propuso trasladarlo al desván. Pero la nostalgia lo salvó del olvido, del polvo y de los traperos. Y allí amanece el Viernes de Dolores, en un rincón de la salita, tapizado de túnicas y medias de repizco, de cíngulos y cintas azules, de bolsas crujientes de caramelos, de huevos plateados, de estampas nazarenas, como un improvisado retablo cofrade, flanqueado por dos estantes de morera. Cuelga el rosario de uno de sus brazos donde aún se mantiene el pequeño boquete ennegrecido de una colilla. Es el sillón del abuelo nazareno, el improvisado trono desde donde daba mil consejos e indicaciones para la procesión mientras el aroma a monas y a potaje de vigilia inundaba la casa.
En la remota plazuela de San Nicolás, cuando las siete en punto están cumplidas, la memoria despierta. Desde aquel mismo sillón se observa la algarabía que colma las calles. No es una tarde cualquiera. Bullen las plazas de murcianos apresurados que ocupan sus sillas, de madera oscura y marchita por tantos chaparrones, mientras los carritos de golosinas y globos se disputan la carrera. Las puertas del templo, entreabiertas, dejan escapar cierta fragancia de incienso y lirios.
La Cofradía del Amparo inaugura, con un atronador golpe de estante sobre la tarima del Ángel de la Pasión, la Semana Santa murciana. Uno a uno, los pasos se adentran en el corazón de la ciudad para completar su estación de penitencia a lo largo una carrera que supera los dos kilómetros. Y retiemblan de nuevo las esquinas nazarenas con las marchas pasionarias, que se tornan tristes pasodobles cuando se acerca el Gran Poder, el Nazareno de los toreros murcianos, el mismo que andaba entre los azotes de la Sagrada Flagelación o ante Pilatos y ahora va Camino del Calvario, quinto trono de la tarde.
Sagrada Flagelación, que vas anunciando al mundo cómo presenta el Amparo al mundo tanta Pasión. ¡Ay Alfonso, qué tronío cuando llevas al Señor! Cabo de andas de ley, estante de vieja cuna, nazareno hasta la cepa, que solo con ver tu expresión se cuadra hasta el sayón y lo metes en cintura. Vaya estantes bien medidos, vaya caminar cofrade cuando enfiláis Trapería portando al mismo Dios. Allá arriba en el Cielo vuestros abuelos os miran y exclaman sin reverencia: “¡A ver quién tiene co.. reaños a medir tanto los pasos y desfilar mejor!”.
En ningún lugar del mundo puede contemplarse este espectáculo que funde tradición y fiesta, devoción y alboroto al paso de las sagradas tallas. Los bares, de bote en bote. La plaza de Las Flores, atestada, donde se alternan suspiros con frías cañas heladas. El murciano sale a las calles para echar el alboroque al mismísimo Cristo. Es el Señor del Amparo, el mismo que cada año mira a Ángel Galiano y le dice: “¡Venga, vámonos!”. El abuelo nazareno se enzarza en el Cielo discutiendo con San Pedro. “¡Llevamos retraso, como siempre, como siempre los parones!”. Y San Pedro suspira, otorga y calla.
El San Juan, de Henarejos, anuncia la llegada de la Dolorosa, la Madre que eleva sus ojos al cielo de esta reciente primavera. Ojos de pena infinita que imaginara Salzillo, auténtico paradigma de la belleza murciana transformada en madera bendita y policromada. Va mirando María el gentío en las balconadas. “¡Este año hay más personal!”, vuelve a resonar el inevitable comentario. “Será por la crisis, que la gente no viaja”, responde alguien.
La procesión pasa. Pasan las manolas enlutadas. Pasan los mayordomos, los monaguillos pasan. Pasan los nazarenos con sus senás abultadas. Con sus túnicas azules se adentran en la madrugada, ya casi a las puertas del sábado cuando el Amparo, galeón de madera centenaria, retorna a su plaza. Los últimos redobles anuncian el tradicional encuentro. Y allí, tras aquel balcón, el sillón vacío aguarda.