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Anoche te busqué, nazareno huertano

perdonSospeché que no te encontraría. Y mira que te busqué, apartando el aroma a azahar que tintinea en los brazos de luz, en la cuesta bendita a la salida de San Antolín, junto a las banderas magenta que cuelgan como suspiros de los balcones de la plaza obrera, en la Trapería con sus ventanales que son palcos sobre la carrera, entre la penumbra que envuelve al Señor de Getsemaní, en los requiebros del Prendimiento por Las Flores, con el aroma a pasteles crujientes, incluso en las entretelas del Pendón de la Seda. Pero presentí que no estarías, que se quedaba huérfano el rosal que trepa por el madero del Perdón, que la Magdalena lloraba también por ti y la burla es de ti de quien se burlaba. Te juro que pregunté por las esquinas al mismísimo Caifás cuando cruzaba Santa Clara, y aún más allá, en Frenería, por si acaso arrimabas el hombro al paso del Encuentro en la calle de la Amargura. Nadie me dio razón de ti, nazareno huertano. Nadie, tampoco, recordaba siquiera aquellas medias centenarias que vestías, por donde trepaban flores de colores bordadas como en paño de túnica. Ni la corbata estampada, que en tantos años de luto cambiaste, rabiando de pena y ausencia, por la negra. ¿Te acuerdas, maestro de punta tarima, cómo se reciben los pasos a la entrada de San Antolín, cómo descienden tal que veleros de maderas centenarias hacia el corazón de la Murcia nazarena? Yo sí lo recordé ante el Ascendimiento. Y aún alcé los ojos al cielo de primavera, acariciando el rostro de ese Cristo que bordó Hernández Navarro, por si andabas camino de una nube para espantarla. ¡Ay, qué madrugadas de insomnio de estante inquieto, de vigilia de túnica colgando de la puerta en una percha! ¡Ay qué ayunos de Semana Santa, qué noches pendiente del parte de la radio, mirando al cielo para contener la lluvia! Alguien me dijo, nazareno huertano, que te fuiste hace unos meses, sin avisar ni a los tuyos, a tus hermanos de vara y esparteñas con suela falsa de goma. Me contaron que en tu casa, que linda con un brazal donde aún se enseñorean las ranas, continúa inmóvil sobre el armario de luna el gorro de tu pañuelo. Nadie se atreve a rozar siquiera el rosario de plata y perlas, ése que tanto te gustaba lucir. La flor de tu liga, con ser flor antigua, parece marchita. Me lo decían; pero no podía creerlo. Hasta el último instante te busqué, desde la cabeza de la procesión, junto a los carritos de chucherías, a las filas de sillas descoloridas cuajadas de gente. Entonces, cargando ya una bolsa de pastillas y monas, por donde asomaban unas habas tiernas, me encontré de nuevo a la puerta de la parroquia, en los mismos dinteles que en tantas tardes cruzaste haciéndote cruces, susurrando un padre nuestro por tú madre, que tan bien te vestía, cosiéndote el cuerpo a la túnica, con puntaditas de hilo. «Estáte quieto, nene, que es un segundo», decía la abuela. Tiene la cuesta de tablones improvisados algo de mágica, de trampolín del revés para los pasos sanantolineros, de plataforma para saltar al universo de fieles de la carrera. A un lado, los carros bocina, como enormes lenguas de cinc sobre ruedecillas. Al otro, la interminable fila de cofrades, cuando aún no es fila sino mero pelotón de penitentes inquietos al costado del templo. Un último cigarro, la primera oración, el beso al hijo nazareno y, más allá, en algún bar, una cerveza o un tinto, que hay que criar fuerzas. ¡Cómo te gustaba, nazareno huertano, llegar en silencio a San Antolín, con ese aire de suficiencia de capillita, casi ocultando los callos de labrar bancales, que luego apenas daban para pagar caramelos! ¿Tú, de verdad, te acuerdas? ¡Ay que ver con qué empaque te arrimabas a la vara, aquél año en que se te murió el hijo, cuando apretabas el alma a la tarima y te atragantaste de lágrimas! Un instante de silencio. El Perdón, el Señor de San Antolín, se asoma al mundo, colgadas miles banderas en los balcones, caída la tarde y rendida a los pies vigorosos de los estantes. Miles de suspiros empedran la carrera nazarena. Es el momento del llanto leve, el llanto que ya ha macerado tantos anhelos aplazados, tantas esperanzas vanas, tantas ilusiones que son sólo cera morada a los pies del Cristo. Y allí, entre la algarabía de un barrio castizo volcado en la fiesta, creí verte. Quizá fue una ilusión fugaz, como la mano tendida del penitente que ofrece el último caramelo y sigue la marcha mientras el maestro Alberto Castillo desgrana el fervorín. Juraría que te vi, quebrado el rostro de mil arrugas de caballón rebelde, de filas de mocos de pavo floreciendo, de acequia de agua clara, tan clara como la devoción a este Cristo que paraliza el pulso de la ciudad. Allí estabas tensando los pies hacia la tarima, cubierta la frente de sudor, metiendo los riñones que son la prolongación del alma en Semana Santa. Y me miraste, nazareno huertano. Tu mirada habló de un tiempo perdido, no en cursis magdalenas sino en carajillo nazareno, en revuelto y tabaco negro, en fotografías de color sepia y en parejas de la Guardia Civil escoltando tronos, de las que burlabas porque tú eras obrero. Fue entonces cuando entendí, después de buscarte a deshora, que allí me esperabas, al pie de la Soledad, ¡ay maestro punta de vara que me enseñaste a sentir la Semana Santa! Y creí verte pero fue mentira. Porque no eras tú, que ya andas buscando un sitio en el palco del paraíso. No eras tú, que tuteas a San Pedro porque has cargado medio siglo largo con la Cruz del Perdón. Creí verte a ti, nazareno huertano: pero era tu nieto, aquel zagal diminuto que te tiraba de la túnica de almidón y olor a arca, que lloraba al verte llorar ante el Perdón, que apenas sabía santiguarse cuando cruzaba el trono la Catedral. Cuando el paso llegó a la altura de mis ojos, apenas a medio metro de la bendita tarima, algo aturdido ante la expresión de este Señor que supera religiones, escuché su voz que me decía: «¡Cuánto me acuerdo de él!». Y sólo pude responderle: «!Qué joven te veo, maestro, y qué rosario más bonico vas luciendo!».]]>

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