La única riqueza que atesoraron durante siglos los hermanos de la Luz, como si de un huertano maná se tratara, apenas podían conservarla unas horas. Allí, junto a las espléndidas tallas de Salzillo, se custodiaba la receta de un potaje legendario, una miel exquisita, no menos suculentas verduras y, de postre, hasta un célebre chocolate, algo terroso y muy dulce, de algarrobas. De estas viandas dieron cuenta generaciones de murcianos y llenaron, aparte de innumerables estómagos, otras tantas páginas de periódico. Todo se perdió. Pero ahora, casi medio siglo después de que desapareciera, el remoto eremitorio vuelve a oler a chocolate. Sin fuente fiable alguna a la que acudir, la tradición sostiene que un asceta llamado Higinio, allá por el siglo IX, se estableció en la sierra de Salé, en el llamado valle del Hondillo. Las primeras referencias, más o menos contrastadas, se encuentran mucho tiempo después. Así, en 1528 Carlos I confirmó el establecimiento de la congregación de los llamados “hermanicos de la Luz” o ermitaños de San Pablo. Las Actas Capitulares de Murcia mencionan en 1429 otra concesión, la del “agua de la Fuensanta” a un religioso lego, Pedro Busquete, quien moraba en aquellos parajes. Pedro de Celaya y Pedro de Antequera fueron los primeros anacoretas que ocuparon las cuevas de la montaña. Casi 3 siglos más tarde, ya asentada la comunidad, se les autoriza la venta de escobas, frágil negocio que más tarde se ampliaría a la miel, al chocolate, a las aceitunas y al pan de carrasca, como apuntó el investigador Tomás García en su acertada tesis sobre las fiestas tradicionales de invierno. Respecto al pan de carrasca, no era poca la fama que atesoraba. Del manjar daban buena cuenta quienes cada año participaban en la romería de San Antonio Abad. Sobre todo los desheredados. En 1886, por ejemplo, ‘El Diario’ describió la comida popular que los frailes ofrecieron aquel día: “No se daba más que vigilia, pero… ¡qué potaje aquél! Unos doscientos pobres mendigos recibieron también su ración de potaje y su pan… echaron el día”. Los ermitaños sortearon la desamortización de Mendizábal y conservaron el monasterio convirtiéndose, a propuesta del ayuntamiento, en “labradores de la luz” a cambio de pagar un arrendamiento por la explotación de las tierras. Tuvieron que abandonar el hábito, al menos sobre el papel, pero conservaron el cenobio. Consumidores golosos Sobre el chocolate y la desmedida afición de los murcianos nos legó otras curiosas notas Juan García Abellán. El autor recordaba que el célebre cardenal Belluga impuso en su consumo un rigor casi castrense a prebendos y canónigos. Aunque luego, ya en Roma y menos quisquilloso, solicitaba partidas del manjar como obsequio diplomático para altas personalidades. No menor sorpresa causó la cuestión al viajero Labordem quien, en 1808, anotaba que en Murcia solo había contemplado hombres fumando y bebiendo chocolate. No es de extrañar que el ‘Grand dictionaire universel du XIX siecle’, editado en París en 1880, reseñara las cinco comidas de las que daban cuenta al día los murcianos y, entre las cuales, dos de ellas tenían por base el chocolate. El chocolate de La Luz, contaba el escritor Antonio Segado del Olmo en ‘Línea’, allá por 1968, “es de avellana y exquisito. […] Es un producto en el que queda el gusto de lo casero. De lo que está hecho con esmero sencillo…. Comer un alimento ‘no planificado’ va siendo cosa difícil”. José Alegría, en una edición de ‘La Verdad’ de 1931, recordaba la tradición murciana de despertar a los novios en la víspera de su boda para agasajarles, además de con una escandalera en plena noche, con “dos tazones rebosantes de chocolate Puig o de Brunet, cuando no procedía de los Hermanos de la Luz, que siguen haciendo tan buen chocolate como el de las mejores marcas”. La Guerra Civil devastó la industria chocolatera, sin contar las preciadas obras de arte que fueron pasto de las llamas. Aunque ese es otro tema más amargo. En el año 1940, los hermanos solicitaron la reapertura de la fábrica, que obtuvieron en mayo. Ese mismo mes comenzaron la producción. Y también de cacao La anécdota fue la entrega a la comunidad de una multa de la Fiscalía de Tasas, desde donde acusaban a los ermitaños de no haber pagado los impuestos del mes de febrero. Matías de la Santísima Trinidad, entonces hermano mayor, advirtió al señor fiscal que, si cobraba febrero, habría de sancionarlos también por marzo y abril, “porque, empezar, empezar, lo hicimos en mayo”. A finales de la década de los años 60 la producción de chocolate se reducía a dos o tres veces al mes. “Lo suficiente para venta y para el que consumimos nosotros en el desayuno”, explicaba el hermano Matías en ‘Línea’. Fue en 1969 cuando anunciaron el cierre de la fábrica, sobre todo por las exigencias de la Unión Europea, que les obligaba a modernizarse sin tener un céntimo para ello. En 1975 aún se vendían dos clases de chocolate, ambas realizadas con cacao. Una para preparar y otra que incorporaba frutos secos. Todavía mantenían los ermitaños –quedaban solo siete hermanos- una treintena de colmenas pero la huerta estaba abandonada. Otros ingresos provenían del alquiler de las casas adosadas al eremitorio, todas propiedad del mismo y, por tanto, del ayuntamiento murciano. A las puertas del siglo XXI la comunidad quedó reducida a solo tres hermanos: Manuel del Santo Sacramento, Rafael del Niño Jesús y el anciano Matías. La fabricación de escobas, mal que bien, se mantenía. Luego murieron todos y otra orden ocupó el cenobio, respetando la antigua denominación de Hermanos de la Luz. Y a estos últimos se debe la recuperación del afamado chocolate que, desde hace unos días, puede adquirirse en el monasterio. Cada bocado sabe a historia pura de Murcia, esa que nunca, para variar, debimos descuidar.]]>