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¿Puede ser Murcia una nación? (II)

Los murcianos y los turcos, para sorpresa del mundo civilizado, tuvieron en común una bandera. Fue por un breve periodo de tiempo; pero el suficiente para que el comandante general José Dueñas se quedara boquiabierto al ver ondear el pabellón de Turquía en lo más alto del fuerte cartagenero de Galeras.

Sucedió en octubre de 1873, cuando Cartagena se proclamó cantón y Antonete Gálvez izó en el fuerte la insignia turca -pues no había otra en el almacén- teñida con la sangre de un revolucionario. Así lo comunicó, tras jurarse que no volvería a probar el coñac en su vida, el comandante general Dueñas al ministro de Marina en un telegrama histórico: «El castillo de Galeras ha enarbolado la bandera turca».

La invasión francesa, un siglo largo antes, ya había impulsado otro renacimiento de la soberanía regional que, no por desconocido, reviste menos interés. Francia invade España en 1808. En las ciudades levantadas contra los gabachos se organizan juntas de defensa que, aprovechando el desconcierto general, proclaman su independencia.

Desde la Junta establecida en Murcia, tras contactar con el Gobierno británico, advirtieron a su Graciosa Majestad de que los murcianos podrían tratar con los ingleses «no como un comerciante con otro, sino como una Corte con otra Corte; como una Nación soberana con otra Nación soberana». Ahí quedó eso. Bajo esta euforia soberanista subyacían las ideas del Conde de Floridablanca, presidente de la Junta murciana y quien, quizá, apostaba por el nacionalismo como freno a las ideas afrancesadas que invadían el país.

La determinación política del célebre Conde es comparable con la que tendría un personaje tan olvidado como influyente en la política española de su siglo: Antonete Gálvez. El panorama de su época era desolador: hambres y epidemias, un gobierno republicano dividido, el servicio militar que esquilmaba familias enteras por contener las revoluciones coloniales, la guerra carlista&hellip Y entonces Cartagena, la sede de la flota, bajo pabellón turco.

La predilección de Gálvez por las banderas rojas ya era evidente unos años antes. En 1869, había alzado otra en el monte Miravete de Torreagüera como símbolo de la rebelión contra la monarquía de Amadeo I. Intento vano que fue aplastado en cuanto los revolucionarios se quedaron sin munición.

«Más de 13.000 amigos»

Antonete, quien había sido condenado a muerte por la sublevación, regresó de su exilio en África al año siguiente y recibió en Murcia, como anunció el diario ‘La Paz’, «la visita de más de 13.000 amigos». Los mismos que se echaron en falta el día en que se atrincheró en el Miravete, según el mismo periódico.

Gálvez regresó a las andadas en 1872. Con el apoyo de apenas dos centenares de partidarios volvió a encaramarse al Miravete. Desde Madrid enviaron tropas para aplastar la revuelta. Pero Antonete había aprendido la lección y se encaminó a la ciudad de Murcia, donde levantó barricadas. En esta ocasión, las tropas nacionales defendieron con fiereza la bandera que ondeaba en la torre de la Catedral.

Revolución en calzoncillos

De este episodio, que concluyó con otra derrota de Antonete al día siguiente, queda para la Historia el curioso análisis publicado en el diario ‘La Correspondencia’: «A pesar de ser los murcianos un mixto entre valencianos y andaluces, han peleado con bizarría». ¿Se puede ser, por recordar un murcianismo, más tontolpijo? Pues sí. Porque no menos sorprendente fue otra crónica donde se afirmó que por las calles de Murcia «se ven en calzoncillos y algo menos a los sublevados que manda Gálvez». Nadie explicó al redactor de turno que aquellos supuestos calzoncillos eran zaragüeles.

El propósito de Antonete era transformar España en una Estado federal y descentralizado en confederaciones independientes. La proclamación de la Primera República el 11 de febrero de 1873 revitalizó el empuje del murciano, entonces convertido en diputado a Cortes.

Sin embargo, superado el éxtasis inicial, la nueva República resultó tan débil como los cuatro presidentes que tuvo en sólo un año. Así que algunas ciudades, sin que se aplicara la reforma acordada, se proclamaron cantones. Entre ellas Cartagena, bajo el mando de Antonete, que fue nombrado Comandante General de las tropas. La independencia del país era un hecho tan consumado que hasta se acuñaron monedas.

El Cantón pasó a la historia como el último que se rindió a las fuerzas nacionales. A Antonete lo condenaron a muerte de nuevo y, otra vez, huyó a Orán.

En 1891 fue absuelto y nombrado concejal del Ayuntamiento de Murcia. Hasta sus últimos días defendería con pasión sus ideas, como si de una religión se tratara. La verdad es que a la región no le falta tampoco Historia eclesiástica. Cartagena tuvo obispo -documentado sobre el papel- desde el siglo VI. Sin contar con la leyenda que atribuye su erección -que así se llama- al mismísimo apóstol Santiago.

 

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