Cuando los serenos intentaron advertir a los ciudadanos, el antiguo Partido de San Benito, al otro lado del Segura, ya se encontraba inundado. Eran las dos y media de la madrugada. El atronador toque de arrebato desde la Catedral, tan distinto de las campanadas pausadas que alertaban de un incendio, animó a muchos a salir a las calles para comprobar qué sucedía. Les aguardaba la muerte. Los más precavidos se encaramaron a las azoteas. Sólo era el prólogo del desastre: la terrible riada de Santa Teresa, que se cobraría 777 víctimas, según datos del Ayuntamiento capitalino.
«Llovía y llovía -advertirá Martínez Tornel, en El Diario-. La oscuridad era completa. Solamente la llama de los hachones daba un aspecto más pavoroso al terrible cuadro. Se oían gritos por todas partes». Un remolino de gentes corría hacia el puente para comprobar cómo el agua acariciaba los pretiles. De pronto, las alcantarillas de la ciudad reventaron y se anegó el barrio de San Pedro, San Andrés, la Catedral, San Juan… hay quien se aventura al Carmen, con el agua al cuello, para rescatar a familiares y amigos. El Segura crece hasta diez metros y sepulta al Malecón mientras otro estruendo anuncia el derrumbe de parte del Matadero. Luego, el silencio.
Aún llegaría a tiempo Martínez Tornel de incluir en la edición del 15 de octubre de 1879 la noticia de última hora sobre la avenida. «Desde la Catedral, toda la huerta es un mar», advertirá preocupado. Y añade: «Diez mil labradores han perdido esta noche todo cuanto tenían». No se equivocaba. Algunos evocaban la remota riada de San Calixto que, en otro mes de octubre de 1651, causó unos 2.000 muertos y derribó 300 casas. La de Santa Teresa, ocurrida el 14 de octubre en la noche, la superaría.
Pestíferas aguas
El Diario condensará en unas líneas una inquietante descripción de lo sucedido: «Día de luto, sí; día de luto es para Murcia el día de hoy. En esta noche pasada, la avenida más terrible del río que se ha conocido ha destrozado con sus negras, rugientes y pestíferas olas inmensas riquezas, y ¿Dios sabe las víctimas que habrá causado! ».
A la mañana siguiente, día 16 de octubre, el espectáculo es desolador. Los bomberos navegan en improvisadas barcas de zarzos y artesas de amasar para recuperar a los supervivientes. Muchos son rescatados de sus hogares reventando los techos de cañizo. Las tartanas llegan repletas de infelices, de mujeres envueltas en mantas, niños y madres que lloran, hombres aturdidos.
El Palacio Episcopal se convierte en un refugio mientras las noticias que llegan de la huerta son terribles: desolación y cadáveres. «Algunos han muerto ahogados en las mismas moreras en las que se ataron para evitar que se los llevara la corriente», informa un policía. En Aljucer alcanzó el agua el altar mayor. Allí murieron siete miembros de una familia al desplomarse un tejado: un padre, cargado con sus hijos pequeños, intentará salvarlos sin éxito saltando de azotea en azotea.
Las consecuencias de la tragedia son apocalípticas: las cosechas del verano y el grano almacenado, arrollados por la corriente; la leña, el trigo de las sementeras, el pan para el invierno, la ropa, los aperos de labranza el cronista concluye entristecido: «Ya no habrá, por muchos años, huerta en Murcia». A las cuatro de la tarde llega a la ciudad un tren cargado de marineros, buzos y botes.
Los primeros datos fiables sobre el número de fallecidos se conocen el día 17, cuando se anuncian que se han recuperado 115 cadáveres. Más tarde la cifra crecería a 761 muertos en Murcia. Más de 22.000 animales perecen bajo las aguas y 7.000 familias quedan en la ruina absoluta.
A Martínez Tornel debe la ciudad la espectacular campaña de ayuda que logró atraer la atención del mundo. Desde la desterrada reina Isabel II, que conseguiría reunir casi dos millones de las antiguas pesetas, al papa León XIII o el rey Alfonso XII, que llegaría a Murcia el 20 de octubre.
¿Bendita riada?
Las riadas del Segura parecen hoy controladas. Sin embargo, no hace muchos años que, atravesando el aguacero, los murcianos se acercaban a los puentes para comprobar cómo las aguas amenazaban con arrollarlos. Y, a veces, algunos se han comportado como aquellos chiquillos que saltaban, emocionados ante el peligro, las acequias a punto de desbordarse. Es el caso de la visita que hiciera el dictador Francisco Franco a Murcia con motivo de la una avenida en 1946. El fervor se desató hasta el extremo de la sinrazón. El Caudillo fue recibido con insólitas pancartas donde se leía: «Bendita riada que nos ha traído a Franco». Política y riadas, una y otras siempre turbulentas.
Poco después, en 1949, tras otra riada, la polémica afectó a la mismísima Semana Santa. Porque fue censurado el cartel oficial, que representaba la torre de Catedral inundada y unos nazarenos en barca. Igual de desafortunadas serían las declaraciones de un ministro que llegó a manifestar su más ferviente deseo de que «los niños que han quedado sin padre vean el futuro con optimismo». Hoy, un siglo más tarde, cuando se acerca Santa Teresa, el Segura parece contenido. Al menos, de momento.