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Jesús, un Pentecostés adelantado

A la puerta de Jesús, cuando bosteza el sol por encima de los aleros de San Agustín, los segundos se cuentan a golpe de tambor sordo, de último carajillo nazareno, de estante con almohadilla atada, de tarima que cruje sobre el carro, como la puerta de la iglesia privativa al abrirse, de cámara fotográfica y revuelo de gentes en las sillas, junto a los bordillos disimulados con arena, de vara de mayordomo contra el suelo, camino de la calle Doctor Jesús Quesada, donde forman las hermandades.

No es posible precisar en qué instante comienza la auténtica procesión de los Salzillos, la de miles de murcianos que, como antaño, van caminando desde sus hogares hasta la sede que atesora los pasos más legendarios de la Semana Santa. Atrás queda la madrugada de espera e insomnio, de vigilia junto a la túnica. Ya son historia los nervios de la víspera, los partes meteorológicos, el embolsado de caramelos y estampas. Sobre Jesús luce el sol. Y se espera la más radiante mañana del nuevo siglo.

El Pendón Mayor de la cofradía se coloca bajo el dintel de la puerta. Es la frontera de tela remota y enroscada que separa el universo del diminuto cosmos del interior del templo. Territorio de los estantes siempre vedado para curiosos, para el resto de cofrades. Un auténtico útero de la nazarenía murciana que parirá, a las ocho en punto de la mañana, la espléndida procesión. Será un parto sin dolor. Porque el nazareno de Jesús recorre las calles en un Pentecostés anticipado, una especie de paréntesis jubiloso en plena Pasión. Si hay lágrimas, es de alegría. Si suspiros, de satisfacción. El desfile está en la calle. San Agustín, de bote en bote. Cuatro, cinco, seis filas de espectadores despabilan el repentino fresco de la mañana morá más bella.

La Cena a punto de salir. El cabo de andas alerta a sus estantes. “Al primer toque, atentos. Al segundo, arriba y muy despacio”. Ya nada puede detener el velero insignia con sus trece velas de madera de la expresión de los discípulos. Estos son los primeros nazarenos de Jesús. Ni siquiera un pequeño percance en la sujeción de la vajilla a la espléndida mesa evitará que surque la ciudad. Apenas un retraso de veinte minutos en la carrera, que los mayordomos corregirán, con sapiencia antigua y entrega, a lo largo del itinerario, que traza el signo infinito sobre el plano de Murcia. Judas, como siempre, inquieto. El que Salzillo compuso pelirrojo y estrábico, signo de desprecio, no se ha salido con la suya.

La palmera de la Oración saluda a la primavera, que es el rostro del hermoso Ángel que hace suspirar a las jóvenes a su paso. Cristo mira al cielo despejado, sin nubes en el horizonte que aconsejen apresurar la marcha. El sol ocupa su silla eterna para contemplar el desfile, que avanza decidido hacia San Antolín. Por allí luce un día radiante hasta San Pedro donde, por vez primera, pueden admirarse los pasos en todo su esplendor. El olivo del Prendimiento refleja en sus hojas la amanecida. San Pedro alza su brazo de nuevo y, de nuevo, el esfuerzo de los estantes riega de sudor y desasosiego la mítica tarima.

La de ayer fue la procesión del desquite. Después de una década de sustos por las amenazas de lluvia unas veces, por la tormenta irreductible que obligaba a suspender el cortejo, la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, con sus más de cuatro siglos de historia, cumplió su desfile como mandan los cánones. En algunos tramos, el calor hubiera sido molesto, de no ser porque la contemplación de las tallas suavizaba cualquier rigor. Incluso algún penitente sufrió una lipotimia, bajo el peso de las tres cruces que portaba.

Frente a la Catedral, la flagelación de Los Azotes brilla espectacular, entre los sones de la burla que lo empujan hacia el corazón de la urbe. Los sayones parecen arreciar el castigo al contemplar la algarabía de turistas que llenan la plaza. De nuevo, un oasis de sombra hasta la plaza de la Cruz, en esa esquina donde los aplausos acarician al trono en su giro.

Es el día de las manos extendidas de los niños, de las miradas que reclaman un caramelo, elevado a regalo elegante, unas veces en bolsitas con lazos de color morado, otras en forma de pastilla con verso. “El que vaya Viernes Santo a Jesús por la mañana, verá de Salzillo el arte y a las devotas murcianas”. Las monas con huevo, tan agradecidas cuando el sol alcanza su cenit, son las únicas que se libran de la renovación. Pocos nazarenos desfilan sin que en el interior del seno se recueza, cuando menos, una docena de huevos. Con mona o panecillo.

Para aplacar el hambre, cuando la Verónica se adentra en Las Flores, las terrazas de los bares sirven de refugio gastronómico para muchos. Cerveza fría y marineras, trozos de pulpo al horno y caballitos acompañan el paso del desfile hacia San Nicolás. Hay mucho que celebrar. Algunos estantes reparten habas, cápsulas de esperanza en que nunca cambie la tradición. Procesión de penitencia que, en cambio, atesora una bula nunca dictada para saltarse la vigilia ante tan festivo espectáculo.

La Caída, otra vez un gran velero, vira en San Nicolás, donde los fieles se levantan de sus sillas por la proximidad de la tarima. Allí es posible apreciar, a dos palmos de la nariz, el aroma de las flores que adornan el paso, ya clavado el sol en lo más alto. Los balcones, repletos. Algunas cocheras también. Y, como siempre, la plaza de la antigua parroquia es un hervidero de murcianos.

A la puerta de San Bartolomé, Nuestro Padre Jesús Nazareno se detiene para entregar una corona al Ángel Servita, que desfilará en la procesión de la tarde. Al Ángel se la robaron pero Jesús, siendo Jesús, también repara esta profanación. Va clavando el nazareno sus ojos en la multitud, con su expresión de anciano desamparado de mirada encendida, a quien nadie contempla sin sentir cierta desazón. Sus estantes, mayordomos descalzos y solemnes.

Camina San Juan entre la marea de mayordomos, con túnicas que fueron de los señores del siglo XVIII, con puntillas blancas en el pecho y en las mangas y graciosa pajarita. Es el prólogo a la Madre, la Dolorosa más bella, aquella cuya imagen presidía alcobas y salones en la huerta. La procesión toca a su fin. Para entonces, muchas hermandades han cumplido su desfile y convierten los alrededores de San Agustín en una fiesta improvisada. Luego vendrá la comida familiar, donde rememorar la procesión que aún palpita en el ánimo. Pero antes, la expresión más nazarena de la Semana Santa murciana, aquella que aúna en una exclamación todo un ideario de vida. Es la despedida entre hermanos nazarenos de Jesús, quienes entrechocan sus manos y exclaman: “¡Hasta el año que viene!”. Y nadie responde “si Dios quiere”. ¿Cómo no iba a querer?

 

 

 

 

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