“¡He dicho que no toquen a muerto!”. La voz del presidente de la Junta de Sanidad salió proyectada desde el Consistorio, cruzó el Arenal donde transcurría otro entierro y fue a estamparse contra la ventana de Su Eminencia, el Obispo, a quien ya se le había prohibido celebrar rosarios nocturnos e interminables rogativas. Pero no quedaba otra. Porque desde hacía semanas aquellas dichosas campanas atronaban cada hora la ciudad anunciando, como si de mochuelos se tratara, flamantes difuntos.
Este episodio se produjo en Murcia en 1834, durante la terrible epidemia de cólera que envió a más de 2.000 murcianos de la capital –el 10% del total- al otro barrio y a 300 familias al exilio forzado. La epidemia se desató de la mano –y en los cuerpos- de varios granadinos que llegaron huyendo del contagio. La Junta de Sanidad ordenó que fueran sometidos a la cuarentena habitual: de 5 a 9 días en observación.
Poco debieron observar los expertos si tenemos en cuenta que apenas se establecieron iniciativas sanitarias de control. Incluso fue imposible publicar un bando con medidas de prevención porque el Ayuntamiento no tenía ni un real. De hecho, la Junta de Sanidad tuvo que pedir limosna a los murcianos. Y hasta suplicar entre ellos voluntarios para convertirlos en improvisados guardias. Sin contar que algunos médicos salieron a escape cuando sucedieron las primeras muertes.
En ‘personas racionales’
La epidemia, como señaló la investigadora Ana María Guerra en su obra ‘Morfología del cólera morbo de 1834 en Murcia’, se cebó con mayor intensidad en aquellos barrios “más densamente poblados y cuyos habitantes tenían menos capacidad adquisitiva”. Para variar. Enseguida no fue necesario prohibir las campanas porque habían muerto los diez curas de las principales parroquias.
A mediados de año, tras descubrirse los primeros casos de contagio en Puerto Lumbreras, cundió la alarma. Y nadie sabía cómo combatir aquel apocalipsis. O se hacía al tuntún. Así fue que encendían por toda la ciudad enormes fogatas con plantas aromáticas, sobre todo tomillo, romero y enebro, para purificar el aire.
Mientras la Junta de Sanidad suplicaba “la esmerada limpieza de las personas y las casas”, otro remedio adquirió gran fama por su poder curativo. Lo llamaban “polvos de las viboreras murcianas”. Su descubridor fue José Antonio Ruiz Melgarejo, un farmacéutico de Yeste que despachaba tan curioso preparado desde hacía 40 años.
El boticario lo llamaba ‘contraveneno’. Era un remedio infalible contra “los males más desesperados de venenos animales, vegetales y minerales, mordeduras de perros rabiosos, en personas racionales y toda clase de ganados”. Durante 4 décadas, los polvos fueron mano de santo contra las picaduras de víbora, la rabia, los carbuncos y hasta los catarros que afectaban a las “personas racionales” y a las otras, que las había y las seguirá habiendo. Hasta que, en plena epidemia, 4 profesores de Medicina y Cirugía descubrieron que el cólera presentaba similares síntomas a la rabia y, por ello, era tan efectiva la viborera contra la enfermedad.
Honre la historia de la Medicina mundial los nombres de aquellos maestros que, a petición del Gobierno, demostraron la utilidad de la sorprendente composición: Manuel Alarcón, José Aguirre, Antonio Folgado y Vicente Cuenca. Sus resultados fueron publicados en el diario madrileño ‘Eco del Comercio’ en el mes de agosto de 1934. Pero, ¿cómo se preparaba la medicina?
El boticario explicó que empleaba 4 plantas silvestres: cardo corredor, lengua de buey salvaje, aliso espinoso y melisa. Era necesario secarlas y pulverizarlas, para luego mezclarlas a partes iguales, tal y como Alarcón detalló en su obra ‘Método que debe seguirse en la administración de los polvos de las viboreras murcianas para la curación del cólera-morbo’.
La Regente interviene
El enfermo, a quien se debía administrar un mínimo de 12 gramos mezclados en agua y en dos o tres tomas, apenas probaba los polvos cuando experimentaba una gran sudoración y la necesidad inaplazable de orinar. Eso sí, para que la medicina fuera efectiva era necesario utilizar plantas autóctonas de las sierras del Segura. De hecho, incluso se editaron folletos que denunciaban la adulteración del preparado y su escasa eficacia.
La terapéutica murciana adquirió tal predicamento que hasta la Regente, María Cristina, por si acaso, ordenó que le enviaran “una porción considerable de dichos polvos”. Tres libras, gratis et amore, recibió su Majestad. La Real Orden fue publicada en el Boletín Estraordinario (sic.) de Murcia el 30 de septiembre de 1834.
La fama de la viborera se extendió por España. Y con ella la necesidad de suministrar más medicina a los coléricos y la lógica escasez de las plantas. Así que algunos quisieron hacer su agosto en aquel ídem de 1834 y anunciaban como polvos de viborera otros sucedáneos.
Enterada la Regente de que proliferaban las adulteraciones, ordenó a la Junta de Sanidad murciana que comisionara a un profesor de Farmacia, Francisco López, para que “se dedique exclusivamente a la recolección, preparación y pulverización de las plantas que componen aquel medicamento”. Otra de las razones de la Real Orden era “atender a los pedidos que se hacen desde varios puntos de España”. Y que, naturalmente, no faltara en la Casa Real. A ver.