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El billete sayón

Hay, por si ustedes no lo saben, una conspiración para impedir el uso del transporte público entre esos murcianos que, aburridos de pagar la gasolina, valoran la idea de regalarle de una vez el vehículo al gasolinero y subirse a un autobús, que siempre se llamó coche de línea. Y la línea emprendida es subir el precio de los billetes tipo sayón hasta rozar los dos euros. Rozar quiere decir dos euros menos quince céntimos, vamos. Las marineras, en según qué bares, cuestan casi lo mismo.

– “Porque te atizan un euro por la anchoa, que ahora se llama salmuera”

Pero cualquiera puede pasar, al menos de lunes a viernes, sin marineras. Por dos euros también puede usted adquirir media docena de baguetes, que siempre se llamaron colines, en el chino de la esquina. Eso sí, no cierre del todo esa noche la panera pues al día siguiente, de duras que se ponen las condenadas, hacen palanca y no hay Dios que las recupere.

La empresa, para que nadie la acuse de dar por saco, señala que el subidón no afecta a los billetes de pasajeros habituales. Antes los habituales eran los clientes y los delincuentes. Ahora, al parecer, también los pasajeros. Para ellos hay diez mil clases de bonos y tarjetas: bono universitarios, bono discapacitados, bono familias numerosas, bono familias especiales (que no son las del concejal) y bono jubilados, que siempre se llamaron viejos cuando se envejecía antes, o retirados. Así que solo cuesta más caro el billete sayón.

Adquiere este curioso nombre porque al pagar se te queda la carita del Cristo de los Azotes de los moraos mientras el sayón, al que por cierto apodan Anchoa, le arrea en las espaldas, que siempre se llamaron costillas, con un zarzo de pinchas como púas del diez. Y el sayón aprieta de rabia los labios. Y el pasajero, de impotencia. El señor conductor, que siempre se llamó chófer o autobusero, no tiene culpa. La empresa tampoco, que bastante sufre a los sindicatos, la pobre. La culpa es de la máquina que expende los billetes. Vaya usted a protestarle a ella.

El aumento del precio, en realidad, obedece a una maniobra para evitar que otros murcianos, aparte de los habituales, disfruten del servicio. Las ventajas del viaje son más apetecibles que un plan parcial junto a una rambla. De entrada, el traqueteo de algunos coches, que no se desmontan en pleno viaje de puro milagro, tonifica los muslos, fortalece la columna y relaja los glúteos (sí, siempre se llamó culo) para la compra del próximo billete. Además, otros vehículos ofrecen auténtica tecnología alemana, con su estrella grande,  más grande que aquella que corona el edificio de la Dimóvil (vulgo: juzgados del Portal de Belén, en Juan Carlos I, donde había un juez que tenía la cara más dura que la rodilla de una cabra). Y como en Alemania no pasan calor, el ingeniero de turno, quien debía pegarle a la coñá en ayunas, diseñó las toberas del aire acondicionado como quien tira una ficha a la mesa sin saber dominó (o dómino, que decían en la huerta). Por eso, el chorrito del aire viene a caerle a usted, habitual o inhabitual pasajero, en la mismísima cara. Y tan inesperado frío le permite ahorrar, si no en analgésicos, sí en potingues antiedad.

Sobre cualquier beneficio del trasiego en autocar, sin duda, se sitúa la algarabía de chismes que aderezan esos bucólicos viajes, a veces tan aromatizados de lesa humanidad que le daría un patatús al tipo rarito de la novela El Perfume. Este último provecho sí que no tiene precio: Desde que desaparecieron las colas del pan y la enfermera que repartía los números en el ambulatorio, al común de los vecinos solo nos queda el autocar para enterarnos de las vidas ajenas.

– “¿Qué no lo sabías? ¡Pues en el autobús bien que se enjuagaban la boca!”.

Enjuagarse la boca, que es mentar al prójimo, constituye una costumbre murciana tan extendida como los cuarentones salidos en Las Flores los viernes por la tarde. A nadie le parece grave el despelleje bucal. Total, si solo estamos comentando. Al menos, hasta que se enjuagan otras bocas con nuestros nombres.

Hay pasajeros que suben a los autocares para distraerse un rato en el hueco del día. El hueco del día es un intervalo de murciano tiempo aún por explicar en las facultades. Suele ser aprovechado, de forma invariable, para acercarse a algún sitio donde uno no debía estar a esa hora: a cambiar una camisa, a visitar a la abuela que ha cobrado, a ver si engañamos al zagal de la ITV, a observar escaparates…

Queda para otro día abundar en el estudio de semejante hueco y su tipología. Porque tipos de huecos (basta con palparse) existen muchos. Hay vecinos, sin ir más lejos, que se acercan a la terraza Gran Vía para empotrarse su marinera, en el hueco de las doce. Muy grande y vacío ha de ser el hueco de las doce porque emplean dos horas en almorzar. Más o menos, lo mismo que tardan en llegar algunos autobuses desde las pedanías a Murcia. Pero eso es culpa del tráfico, carajo, que viene a ser como la máquina expendedora de billetes sayón.

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