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Romance a la almohadilla nazarena

amapro

Nadie. Nunca nadie, que uno sepa, quiso ensalzarte jamás ni destacar tanta esencia. Pasó Martínez Tornel, Jara Carrillo y Baeza, y antes escribió Javier Fuentes, a quien ya nadie recuerda, e incluso Díaz Cassou, fiel defensor de esta tierra. Y, si me apuran, Cascales, citado con reverencia, y otra larga retahíla de autores de gran sapiencia, murcianos hasta la cepa, tan ilustres, tan cronistas que eclipsan mi inteligencia. Pero ninguno, de veras, reparó en ti, almohadilla, ni en la vara que, como un beso, en cada tarde acaricias. Por eso ante la Caridad, allá en Santa Catalina, al ver cómo los estantes ataban tus cintas corintas, reparé en que eres reina, reina entre las tarimas.

Sin almohadilla no hay trono, aunque el Cabildo quisiera. Sin ella no existe estante que cuatro pasos me diera. Porque supone esa nube que a la madera embelesa y suaviza los rigores de la vara traicionera. Fiel compañera de túnica, tan acolchada y sincera, tan unida a cada hombro, tan suave y nazarena que va susurrando al oído, con su carisma de tela, que la carrera cofrade, es suave y es ligera. ¿Cuántas veces la has besado cuando las piernas flaquean? ¿Cuántas lágrimas secó entre tanta penitencia? Y así, tapizada de incienso, anónima, ajada o tersa, atada a prisa o con ciencia, siempre fue para el estante su más ferviente compañera.

Eres tú, almohadilla mía, la que el recuerdo condensas. Tú abrazaste al abuelo y tú al nieto recuerdas que en esa tela remota atesoras la experiencia. Revestida de colores, esponja blanca de pureza, cuántos tacos de madera nivelaron tu presencia. ¡Cuántas cintas comprimieron a la vara tu nobleza! Y seguías tan ufana, tan cercana y tan dispuesta, que aunque te dieran bocados retornaba tu turgencia. La Caridad está en la calle y tú, anónima y secreta, sabes que eres garante del cortejo que despierta.

De padres a hijos pasaste, reina de tantas herencias, fiel algodón para el hombro, confidente en tantas penas, testigo de mil oraciones que en susurros te embelesan, camarada en las esquinas, cuando el trono más se pega, delatora si flaqueo y añoras mi cuello cerca, infiel si cedo mi sitio, celosa si cargo en otra, airada al escaquearme porque la vara me nombra, y por encima de todo, suave, blanda, señora de besos de tela recia pero también esponjosa, y en mi penitencia compaña, y en mis desvelos serena, y bálsamo para la espalda que por el peso se arquea. ¡Nunca reveles a nadie esas tantas confidencias!

El sudor viene impregnando la carrera nazarena. Y en tu tela se dibujan rosetones de impaciencia por alcanzar Trapería, por pisar Julián Romea, porque en tu paño se imprima de los tronos la cadencia. En el paso de la Madre, Dolorosa tan pequeña, te transformas en perfume que inunda toda la huerta, calmante para los pies, aroma en las caderas, ungüento para la espalda y remedio a tanta pena que, agarrado a la tarima, tanto esfuerzo aminora. Por eso tú, almohadilla, consuelo para el estante, aliento durante horas y hasta beso interminable, eres matrona cofrade, anónima e insuperable y, en Murcia, por Semana Santa, nazarena e indispensable.

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