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Los murcianos rubios que vinieron del Este

 A Islam Ikeljic le sabe el odio a pan mohoso. Y el desprecio a vasos de agua sucia. Pero sus carceleros no imaginaron que aquella dieta endiablada bastaría para salvarlo. Con 38 kilos menos. Islam Ikeljic tampoco quería imaginar dónde podía estar su familia. Pero la mente es indomable y fría, como el suelo de los establos donde velaba el miedo cada noche. O las porras de la policía serbia. Luego, alguien tuvo la idea de amontonar hojas como improvisados colchones. Pero las hojas no amortiguan las palizas de madrugada. Ni los atronadores disparos que sesgaban, un día sí y otro también, las vidas de sus compañeros. Sí, definitivamente el odio sabe a pan mohoso. Por eso a Islam Ikeljic, refugiado bosnio en Mazarrón desde hace 23 años, no le tranquiliza recordar. Por eso, quizá, empezó a fumar sobre la cubierta del buque español ‘Aragón’ que lo trajo a España, junto a otros 384 refugiados políticos en 1993. Hace casi 23 años. Sucedió durante la guerra declarada en Bosnia (1992-1995) por el líder serbio Slobodan Milosevic, cuando la antigua república yugoslava optó por la independencia. El objetivo de Milosevic era claro: la depuración étnica de croatas y musulmanes bosnios. Casi lo consigue. Como Islam Ikeljic, al menos 160.000 refugiados huyen estos días de la guerra en Oriente Medio. Y también, lo mismo que él, empujan las alambradas de las fronteras europeas. Murcia se convertiría en 1993 en la primera comunidad española que acogió al primer gran grupo de bosnios. «Tras cuatro días en barco vimos La Manga. Vimos la salvación», suspira emocionado Islam. Atrás quedaba su empleo de chófer y su casa, de la que apenas aguantaban en pie dos paredes. El resto lo consumió el fuego serbio. Intencionado, claro. Por delante, una tierra extraña. A su lado, su mujer y sus hijos. No le quedaba otra cosa en la vida. «Y no era poco, créame –recuerda con una sonrisa amplia–. Lo demás lo dimos por perdido». Solo pensaba en trabajar, «porque, si trabajas, comes». Para un hombre que había aguantado tres meses con un mendrugo diario del tamaño de un mechero encontrar un empleo era solo cuestión de tiempo. El mismo alivio sintió Nihad Mahmuljin, otro de los refugiados en Mazarrón, al contemplar por vez primera las costas murcianas. En el puerto de Cartagena, cuando atracaron, sonaban pasodobles y la gente les sonreía. En el campo de concentración de Trnopolje también algunos sonreían. Antes de apretar el gatillo y volarle la cabeza a los prisioneros. getimage La suerte de recibir un tiro Trnopolje fue uno los tres campos serbios en Prijedor, un municipio al noroeste de Bosnia. Allí vivía en paz Nihad, administrativo y dueño de un salón de billares, hasta que el 30 de abril de 1992 dejaron de sonar las carambolas. Para siempre. Unos 400 militares serbobosnios tomaron la ciudad y derrocaron a las autoridades. Habían ganado la partida. Comenzaba el infierno. Nihad temió lo peor. Y envió a Croacia a su mujer Renata y a sus hijos. «Por su seguridad –recuerda–. Yo preferí quedarme. Era mi país». Pero lo sería por poco tiempo. Un mes después, considerado por los serbios como un extranjero, fue internado en Trnopolje. Entre mayo y noviembre de 1992 se calcula que 30.000 presos pasaron por aquellos barracones a la espera de ser deportados. «Es mejor intentar olvidar –musita Islam–. Al menos intentarlo…». La agenda diaria causa escalofríos: Malos tratos, vejaciones, violaciones… Unos 1.600 presos serían asesinados. «Era una lotería. Y cada día le tocaba a alguien», relata Nihad. Islam, en cuanto supo que buscaban peluqueros, se presentó voluntario. «Así era útil para ellos. Estaba más seguro». Islam no había tocado unas tijeras en su vida. Pero tampoco había estado en su vida en un campo de la muerte. En esos lugares no existen relojes que marquen las horas. El tiempo se amontona, como las moscas y las ratas en las letrinas. Muchos creyeron, mientras aguantaban las golpizas de sus carceleros, que recibir un tiro era lo mejor que podía pasarles. «Que te dispararan era un suerte –continúa Nihad mientras clava su mirada en el suelo–. No había esperanza». Tampoco había nada que comer. Apenas una sopa aguada y pestilente que, muy de tanto en vez, venía acompañaba de un diminuto trozo de pan. Mohoso. Duro. Casi tanto como el alma de quienes asaltaban de madrugada los barracones para moler a palos a los que antes, hacía apenas unas semanas, habían sido sus vecinos, sus compañeros en las animadas partidas de billar. «No todos los hombres son capaces de hacer lo que nos hicieron», añade Islam y sonríe. Porque Islam Ikeljic, a sus 61 años, tiene la sonrisa de un hombre bueno, de un buen musulmán. Islam ya no se siente refugiado. «¿Por qué queréis entrevistarme? ¡Llevo aquí 23 años y nunca vino nadie!», bromea. Y vuelve a reír. Nihad también sonríe al recordar cómo la presión internacional obligó a los serbios a clausurar el campo, que quedó a cargo de la Cruz Roja Internacional. Y los relojes volvieron a marcar horas menos amargas. «A partir de ese día, cuando sonaban las diez de la noche, podíamos descansar», añade. Más allá de esa hora, por imposición de la Cruz Roja, ningún carcelero podía entrar en los barracones. Ni los de dentro, por si acaso, se aventuraban afuera.

Un informe de la ONU concluyó en diciembre de 1994 que los asesinatos en el campo eran frecuentes, como frecuente era la tortura. «La mayoría de las injusticias se produjeron de noche», probó el dictamen. Que se lo digan a Islam y Nihad. Concluida la guerra, el Tribunal Penal Internacional condenó a varios funcionarios serbios por crímenes contra la Humanidad. Pero rechazó que se hubiera producido un genocidio. «Es cierto. Aquello fue incluso peor», lamenta Nihad. A su lado, el joven Adis escucha con respeto. Bosnios Murcia Una nueva tierra Adis también llegó en el ‘Aragón’ aquella mañana del 21 de enero de 1993. Tenía siete años. Y la suerte de no comprender nada. Ni siquiera qué bruja mala se había llevado el color verde de las resecas sierras cartageneras. «Le pregunté a mamá si es que habían ardido –reconoce sonriente–, porque no había ni un árbol. Bosnia era tan diferente…». Distinta para él por la vegetación. Para los padres, por la sinrazón. La madre, Ismeta Bahtagic, no respondió. Esta nueva tierra, aunque estuviera tan marchita como el corazón de sus torturadores, era un lugar donde empezar de nuevo. Y aquellas gentes simpáticas, quienes se hacían llamar murcianos, les sonrieron y les regalaron rosas al desembarcar. De fondo, como un inédito ‘Bienvenido, Mister Marshall’ a la inversa, sonaba el pasodoble ‘España Cañí’. «Sin saber el idioma, sin conocer a nadie… –cuenta Adis–. Así llegamos a Murcia». Tampoco a los Bahtagic les quedó nada en Bosnia. Su casa fue desvalijada hasta los cimientos. La familia conserva en Mazarrón un cuadro que atesora dos pequeños azulejos. Pertenecieron a la amada cocina de Ismeta y, como si fueran aquellas llaves que se llevaron los judíos al ser expulsados de España, la acompañaron hasta Murcia. Llegaron aquí por casualidad. «A mis padres les propusieron ir a Suecia o a España. No había color», asiente Adis. A Nihad también le ofrecieron refugiarse en otras naciones: Italia, Bélgica, Alemania… Y eligieron la península «pues nos lo aconsejó la intérprete. Contaba que era un país acogedor». Más tarde, algunos familiares expatriados a Alemania se echarían las manos a la cabeza cuando supieron que los Mahmuljin andaban por España. «¿Estáis locos? ¡Si los españoles se están viniendo a trabajar aquí!», recuerda entre risas Nihad. Pero no se equivocaron. Hoy, cuando contemplan sus vidas en España, cuando las únicas batallas por librar son contra los revoltosos nietos, se convencen de que la felicidad, que antaño fue un sueño, es una sabrosa realidad. Por eso Renata, esposa de Nihad, exclama: «¡Claro que debemos ayudar a esa pobre gente de Siria para que también salgan adelante!». getimage (2) Volver, pero de visita Las botas que utilizan los obreros de los invernaderos de Mazarrón no resultan insufribles hasta que alcanzan los 54 grados exactos. ¿Exactos? «Sin duda alguna –revela Islam, quien ahora trabaja en una planta de reciclaje–. A partir de ahí se llenan de líquido: el propio sudor». Es solo un detalle más de los primeros tiempos tras su llegada a España. Aunque es posible que ni sus propios hijos lo hayan escuchado jamás. Ni mucho menos las atrocidades que sufrió en el campo de concentración. «¿Para qué recordar si ellos son felices?», suspira Islam. Edin Ikeljic es uno de ellos. Trabaja como carnicero en un Consum de Mazarrón. Era otro de aquellos adorables niños rubios y de ojos grandes que cualquiera confundiría con un turista sueco. «Vinimos para seis meses –explica Edin. Y mira: Casado con una mazarronera y esperando un niño». De los 384 bosnios que llegaron a Murcia solo quedan unas pocas familias repartidas en Mazarrón, Caravaca, Jumilla, Cartagena y Murcia. El resto se trasladó durante los primeros años a otras comunidades o al extranjero. La última crisis económica ha obligado a algunos a emigrar en busca de empleo. Al final tenían razón los familiares alemanes de Nihad. Pero a él no le hizo falta. Nihad es un próspero empresario que dirige una pizzería. Los principios, como reconoce el resto de refugiados, fueron muy duros: «Se trabajó donde se podía», sobre todo en los campos o en la hostelería. Su hija, Ariana, no conoció aquellos tiempos. El acento murciano evidencia dónde nació hace 18 años. Melina, su hermana, aunque apenas tenía 6 años y solo un diente cuando arribaron a la Región, todavía atesora algunos bellos recuerdos. «El capitán me enseñó algunas palabras. Todos se portaron genial con nosotros». También con Adis, quien trabaja en un comercio de Alhama. «Los militares me regalaron una bici. Tenía un sillón azul y era la única de todo el camping en propiedad», evoca aún hoy con una mirada de orgullo. El resto de bicicletas se utilizaban por turnos entre la chiquillería. La mayoría de aquellos niños han visitado en muchas ocasiones su Bosnia natal. Islam Ikeljic y sus hijos llevan años regresando cada verano. Allí mantienen una segunda casa aunque, dos décadas después de ser reducida a escombros, todavía no ha terminado de reconstruirla.
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