Quizá se equivocó el genial Saavedra Fajardo al escribir, como epílogo a su obra más conocida, que la muerte a todos iguala en sus ultrajes (‘lubidria mortis’). Porque cierto parece que existen tantos agravios como cadáveres por ultrajar. Y así, incluso muertos, ni siquiera a todos cubre la misma tierra. En su caso, habrían de pasar varios siglos para que sus restos descansaran en paz.
Diplomático de profesión, Diego de Saavedra Fajardo también fue poeta, filósofo, jurista y crítico literario. Nacido y bautizado en Algezares en 1584, tras estudiar Derecho se encargó de las relaciones políticas y diplomáticas españolas en Italia, Alemania y Suiza. Embajador en diversos destinos, participante en dos cónclaves papales y caballero de la Orden de Santiago, su más recordaba obra es ‘Empresas políticas o Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas’ (1640).
Después de una intensa vida al servicio de la patria, el estadista acabó sus días retirado en el convento de Agustinos Recoletos de Madrid, donde recibió sepultura el 24 de agosto de 1648. Una lápida recordaba el lugar exacto. El monasterio, que se alzaba en la actual Biblioteca Nacional, fue demolido durante la desamortización de 1836. De aquella época data un artículo publicado en el Semanario Pintoresco y que, firmado por el marqués de Molins, se titulaba Historia de la Calavera de un grande hombre.
Coincidió en aquel tiempo la visita de un hispanista inglés, quien ofreció a su hijo los huesos mientras le advertía: «Toma, para que cuando vuelvas a nuestra patria digas que has tocado con tus propias manos el cráneo del primer político de esta nación y uno de los mayores ingenios de su siglo».
Atracción de feria
El artículo del ‘Semanario’ recordó que los restos del diplomático sobrevivieron al ataque de los franceses, quienes robaron la lápida, y que cierto sacristán, al encontrar la célebre calavera, decidió utilizarla junto con sus canillas para el túmulo que servía en las honras del convento. El cráneo de Saavedra Fajardo se convirtió en improvisado adorno de catafalcos mortuorios.
Así se empleó durante años. Hasta que, aunque resulte increíble, «pasó del dominio del sacristán de Recoletos al dueño de la galería Pintoresca, y allí la ha podido ver el honrado público mediante la cantidad de cuatro reales de vellón!», apuntaba el marqués.
La calavera se había incorporado a la talla de una María Magdalena, que la sujetaba en una de sus manos. Fue entonces cuando la Real Academia de la Historia se interesó por el asunto. Y hasta el gobernador exigió explicaciones a los frailes. En 1836 se depositaron los huesos en la Real Colegiata de San Isidro.
Décadas más tarde, el erudito Javier Fuentes y Ponte decidió preparar la celebración del tercer centenario del nacimiento del diplomático. Y al conocer el artículo del ‘Semanario’ comenzó a investigar el paradero de la tumba.
Fuentes y Ponte visitó en octubre de 1883 la iglesia de San Isidro, donde nadie recordaba qué había sido de los restos. Tras encontrar en la Real Academia de la Historia un acta que certificaba el depósito en 1836, regresó al día siguiente para continuar su búsqueda, incluso derribando algunos muros para acceder a otras criptas. Nada.
Un telegrama a Murcia
En una tercera visita, Fuentes descubrió dos huesos y una calavera, donde alguien había escrito la palabra «Sabedra». El 24 de octubre de 1883, José Martínez Tornel, director del Diario de Murcia, recibía un telegrama histórico desde Madrid: «Después de muchísimas averiguaciones, acabo de hallar identificados, Iglesia San Isidro, restos Saavedra Fajardo; gestiono con Cánovas para trasladarlos Catedral Murcia. Fuentes».
Como director de la Real Academia de la Historia, Antonio Cánovas del Castillo presidió la comisión encargada del traslado de los restos. En esas andaba cuando fue nombrado presidente del Consejo de Ministros. Entretanto, el arzobispo de Toledo autorizó el proyecto. Y Fuentes y Ponte fue comisionado para que lo hiciera efectivo.
Cánovas del Castillo también inspeccionó en San Isidro la calavera descubierta y, según anotó más tarde Fuentes y Ponte, aseguró mientras la sostenía: «De esta no ha salido ningún pensamiento vulgar».
El 31 de enero de 1884, el académico murciano recibía los huesos de Saavedra Fajardo que fueron depositados en una caja de cristal soldada con plomo. La urna fue depositada en la Real Academia, donde un forense realizó la primera comprobación del cráneo. Correspondía «a un hombre de la edad de 64 años», concluyó en su informe. Más tarde también lo analizó el médico Mariano Benavente -padre del que sería Nobel de Literatura- y certificó la supuesta autenticidad.
El 3 de febrero llegaban los restos por tren a Murcia y serían sepultados en la capilla catedralicia del Beato Andrés Hibernón. Se cumplió así la última voluntad de Saavedra Fajardo, quien dejó escrito que fuera enterrado en su tierra. Concretamente en la parroquia de San Pedro. Allí campea todavía su escudo, como si advirtiera de que aún no ocupa el ilustre diplomático el lugar que deseaba. Y es que, cuando uno muere, se mire por donde se quiera, todo deviene en ultrajes.