Cuando el superior de los frailes carmelitas descalzos descubrió que el Concejo de Murcia regalaba 500 ducados a aquellas órdenes que se establecieran en la ciudad, alzó sus ojos al cielo, metió las manos en los bolsillos del sayal, y bendijo a unos cuantos hermanos, quienes en 1612 se plantaron a la puerta del Consistorio para hacerse cargo del alma de los murcianos y del dinero de las arcas del municipio. Pero, mire usted por dónde, se llevaron un chasco.
Algunas urgencias habían obligado a vaciar el tesoro municipal, «donde no queda ni un maravedí». Y, para completar las tres tazas de caldo, las autoridades acordaron sobre la limosna prometida una curiosa suerte de medio silencio administrativo al concluir, como consta en acta, que «por ahora, no se trate cosa alguna sobre ello».
Los frailes, porque en la Iglesia la paciencia es norma, esperaron sesenta y ocho años hasta que el Concejo les autorizó levantar un convento en el lugar que ocupaba su casa-hospicio. Desde entonces, la calle se llamó de Santa Teresa, religiosa que se convirtió en patrona de la ciudad durante la sesión del Concejo de 9 de octubre de 1627. En ella se leyó una provisión del Rey que ordenaba «que estos reinos reciban por su Patrona a Santa Teresa de Jesús, natural de ellos».
Su Majestad también ordenaba una procesión «que vaya al Monasterio de Carmelitas Descalzos si lo hubiere en la ciudad». El Ayuntamiento acató la orden real «especialmente en este Reino pues lo honró y visitó por su persona». Así que la actual romería del monte era en aquel siglo la romería del convento, celebrada cada doce de octubre.
La historia del origen religioso de muchos de los nombres de esta zona de la ciudad no ha logrado ocultar aquello por lo que el barrio fue conocido durante años: domicilio de las llamadas cantoneras o mozas del partido, que eran, según frase muy repetida en las actas municipales, «mujeres mundanas que hacían mal a su cuerpo». Y algún bien, apostillaban ellas, al del prójimo.
Vecinas de Santa Teresa, ocupaban la mancebía de la calle Acisclo Díaz, un antro del que solían escapar a menudo, huyendo del trato infame y la explotación que padecían. Mientras existió la mancebía, el Ayuntamiento se cuidó de que, durante los jubileos, la Cuaresma y la Semana Santa, las cantoneras vivieran «penitentemente». Cuando el cardenal Belluga levantó su Casa de Recogidas, el encierro duraba desde el Martes Santo a la hora de los oficios hasta el toque de Gloria del Sábado Santo.
Lo más parecido a aquella institución son hoy, salvando las diferencias, las clínicas de adelgazamiento. Pues teniendo en cuenta que sólo se libraban cuatro ducados para alimentarlas, estas mozas pasaban los Días Santos entre interminables ayunos. Con el tiempo, la autoridad incluso promulgó un reglamento para controlar y tutelar las casas de lenocinio. E incluso había funcionarios municipales encargados de su control.
Destacan en la calle dos edificios singulares. El primero, levantado a principios del siglo XX, es la Casa de Díaz Cassou, una joya del modernismo que durante años estuvo en el abandono. La historia del inmueble se remonta a 1900, cuando el escritor Pedro Díaz Cassou ordenó al arquitecto municipal Antonio Rodríguez la construcción de una casa que hiciera honor a la solera familiar.
Las obras concluyeron en 1906, dos años después de que muriera su dueño, encima, y tras una polémica por sus dimensiones.
El segundo edificio es el antiguo hospicio levantado por el Cardenal Belluga. Hoy está a cargo de unas religiosas, que siguen recibiendo a niños abandonados como antaño. Aunque antes eran hijos del pecado de jóvenes díscolas y de familias de renombre y hoy lo son de pobres inmigrantes que lo único que tienen para mantener a los pequeños es su cariño, que poco alimenta.
A Santa Teresa desemboca la casi callejuela de Lorenzo Pausa. Esta calle era conocida hace dos siglos como de la Compañía, ya que frente a ella estaba la antigua Casa de los Jesuitas, después Casa de la Misericordia desde 1770 y hoy sede del Gobierno regional.
Pausa dirigía en el barrio la Escuela Normal de Maestros, hasta que ganó las elecciones el partido liberal y fue nombrado alcalde de la ciudad en octubre de 1897. La calle de Santa Teresa tomó con los años el nombre de Santa Florentina, pues por ella entraron a la ciudad las reliquias de esta santa. Más curiosa fue la denominación que recibió por el Ayuntamiento republicano el día 20 de noviembre de 1936. No se les ocurrió otra cosa que renombrarla como calle de Méjico, aunque entre los parroquianos, muertos de risa, la iniciativa no arraigó ni medio minuto.