En esta tarde azul del Amparo, entre el tintineo de las tarjetas de crédito en los comercios, sobre el estrépito de motores en los atascos, mientras buscan cobijo los gorriones bajo los aleros de San Nicolás, esos benditos nidos que son gradas de lujo sobre la carrera nazarena, el pulso de la ciudad, aletargado por la rutina de lo ordinario, se detiene un instante. Titubea el reloj de la torre.
Los gitanos, en su jerga de brazalete rojo y delantal estampado, cobran las últimas sillas, disputándose la calle con los carritos de globos y refrescos, y con el aroma a pasteles de carne, porque Murcia ya cumplió su vigilia, que es la larga espera de la Semana Santa. Entonces, quebrando la algarabía de los tambores y las pláticas, el taconeo apresurado de las señoras, las protestas de los abuelos, que andan alborotados con los nietos, resuena en la plaza el golpe del estante.
El tiempo recupera sus manecillas de primavera. Vuelve a sentirse el quejido de madera del trono que cruje al alzarse. Y de nuevo se escucha el retintín de las lágrimas de cristal de los brazos de luz, el susurro de los caramelos que van acariciando la túnica, el soniquete de las varas de los mayordomos y las cruces contra el suelo. Así se levanta el telón nazareno del Viernes de Dolores. Sólo resta un detalle para afirmar que comienza la Semana Mayor: comprobar si ha vuelto a prender la ilusión en los ojos de un niño. Y allí está la pequeña Sol, la Madrina del 25º Aniversario del Amparo, que anoche sacó contraseña en el cielo para cumplir su estación de penitencia.
La pequeña permanece inmóvil, abiertos los ojos de ágiles párpados. La vida aún no carga sobre ellos temor alguno. Por eso sonríe ilusionada mientras intenta en vano aplacar la emoción que sienten los pequeños ante la proximidad del caramelo. Tan pequeña, tan nazarena. Apenas contaba unos días de vida cuando vistió la túnica magenta del Perdón. Cuando aún no hablada, su mirada ya pedía a gritos una pastilla de bergamota, que luego en casa ofrecía a sus muñecas en una procesión improvisada. Entre la marabunta de mayores que la rodea, pocos perciben su primer suspiro, que es la enciclopedia nazarena en una entrega: “¡Ya está en la calle!”.
El Paso de la Flagelación, al compás de la marcha pasionaria, inaugura la Vía Dolorosa de esta Murcia de azahar que llegando la primavera a nadie pide escaleras para subir a la Cruz. Porque Cristo, siendo más Señor que nadie, desciende hasta la mismísima arena que cubre, a lo largo de la carrera, los bordillos altivos. Y sólo eleva la vista al Cielo ante Pilatos, como si estuviera diciéndole, abrazado a la santa caña: “¡La que vas a liar, Poncio!”.
Para comprobar la entrega de Murcia a su Semana Santa basta contemplar el tercer paso, Jesús del Gran Poder. Lo conocen como el Cristo de los Toreros por el número de diestros que, bajo su tarima, hacen parar al trono y lo templan sobre sus hombros, dándole media verónica de nazarenía. De montera, el capirote; de espada, el rosario de plata y perlas; por medias, las de repizco; y con la sangre que tendrían que sacarles antes de ceder su puesto junto al Nazareno.
Jesús del Gran Poder, más torero que nunca, luciendo la espléndida túnica que ha donado este año la familia González-Sojo, como acción de gracias a la venerada imagen de las Madres Capuchinas. Túnica inspirada en un capote de brega, rosa y amarilla, que a Antonio González Barnés, el cabo de andas, le cuesta contemplar sin que los ojos se le llenen de lágrimas. Porque él, como muestra el cuarto paso de la tarde, también tuvo un encuentro con este Cristo camino del Calvario.
La procesión avanza inexorable, marcando sus tiempos en cada esquina, que no se alargue la recogida. La noche campea entre los macizos de rosas y lirios, de nardos y clavellinas, que alguna hay, y que luego se repartirán los estantes al concluir el cortejo. Las sillas, repletas. Es la primera procesión. Es el momento de recordar al abuelo o a la madre que durante tantos años nos llevaron a ver pasar al Amparo, para honrar a los que ya no podrán llevarnos porque andan por el cielo.
Pasa un estante con corbata negra, que es señal de ausencia. Y, de nuevo, se refresca la memoria al escuchar al hijo proponer las mismas preguntas que un día hicimos: “¿Papá, por qué ese nazareno no lleva caramelos?”. “Porque está de luto”. “¿Y papá, porque aquél lleva cuatro cruces?”. “Porque tendrá una promesa?”. ¿”Y aquél descalzo?”. “Por lo tanto mismo, nene”.
Tiene la Virgen de los Dolores una carita de pena huertana, de mirada alzada al firmamento como buscando allá arriba para su angustia consuelo. Consuelo que abajo, al otro lado de la tarima, junto a la luz pálida y triste de las tulipas, ilumina los rostros de los estantes, orgullosos de arrimar el hombro para levantar a la Madre, para cruzar el dintel del Palacio Episcopal porque este año Murcia tiene un nuevo obispo, José Manuel Lorca Planes, también huertano de Espinardo, de los que comprenden el gran honor y privilegio de que la procesión cruce tu casa, por muy palacio que sea.
Cuando se acerca la madrugada, mientras al otro extremo de la ciudad velan armas nazarenas los fieles del Cristo de la Fe, que esta tarde propondrán a Murcia la segunda procesión de Semana Santa, la plaza de San Nicolás parece ensanchar sus esquinas para recibir el retorno del Amparo. Es el último instante para saborear este cortejo que cumple cinco lustros de fervor y nazarenía. Cientos de nazarenos, recién disueltas las filas, a modo de regalo siempre esperado, contemplan el tradicional encuentro de la Virgen de los Dolores con su Hijo. Y entonces, el último toque del estante anuncia que todo concluye, como si el golpe marcara el primer segundo de los muchos que habrá que soportar hasta el año que viene.