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Un ciudadano llamado Perdón

Eran así. Exactamente así eran las procesiones que durante siglos saborearon los murcianos: cercanas, de compadreo, de bullicio, de penitencia de barra, de caos solo controlado a última hora, de orden disimulado en el sabroso desorden, del pueblo y para el pueblo, sin reglas canónicas, sin castas, sin más protocolo que apagar el cigarro cuando el Cristo se acercaba. Eran así. Y el mayor logro de los vecinos de San Antolín es mantenerla intacta. Por eso no andaba descaminado Oscar Wilde cuando escribió que podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y, de pronto, toda nuestra vida se concentra en un solo instante. Ese instante se cumple a las siete de la tarde a la puerta de la parroquia. El Perdón está en la calle.

El Perdón, aunque muchos lo crean, no es solo la procesión que cada Lunes Santo convoca en San Antolín a una legión de cofrades de túnicas color magenta. El Perdón es una jornada entera, un estilo de vida, una forma de entender las costumbres murcianas.

El Perdón es, en sí mismo, el Lunes por excelencia, lunes de barrio obrero, lunes de colonia a granel, de chaquetas desempolvadas, de matronas con la raya oscura en el ojo exagerada, lunes al sol de abril en esta época de crisis y de faltas, lunes de bullicio en el antiguo barrio, castizo y de hipotecas, de subsidios, de púas insufribles y de cargas, pero de fe contrastada y laica, de interminables familias nazarenas, de amigos alejados que se reencuentran desde la mañana, bien temprano, en torno al carajillo cofrade, cuando las callejas ya vibran de fieles que acuden al besapié del antiguo Señor del Malecón.

El Perdón es la procesión más cercana que, en su plena soberanía, condensa toda la Pasión en una sola tarde, en apenas unas horas, en su oscurecer magenta, tan intensa de nazarenía que podría dar por concluida, sin que nadie la echara en falta, la entera Semana Santa.

Compadre viejo y rozado

Antes hubo procesiones, claro, y después otras se convocarán. Pero el Perdón para sus cofrades es alfa y omega, principio en San Antolín y fin cuando Dios quiera, que para eso es de la familia. Por eso bulle el templo al mediodía cuando al Señor descienden. No descuelgan una talla, no acercan solo un trozo de madera: bajan a un conocido, a un compadre viejo y rozado, de la casa, uno que conoce sus anhelos, uno más que entregan a la esencia de la barriada. Por eso el barrio se vuelca en sus calles y no hay más banderas autorizadas que aquellas que cuelgan, de color magenta, de los balcones.

Tarde de sillas de enea en algunos cruces, al margen de los alquileres oficiales, sin que nadie ofrezca explicaciones a los gitanos que venden cada sitio, quienes tampoco se atreven, ¡en casa del herrero!, a entrar en disputas; improvisadas e indispensables sillas que colocan los vecinos del común reclamando su espacio vital, el asfalto de sus ancestros, invocando un curioso y remoto derecho, solo aprobado en aquella constitución nunca escrita del Perdón en su Lunes, y por el santo derecho, por no mencionar otras partes que igual escandalizan, que los sanantolineros tienen sobre su desfile y su Cristo.

Y allá acude Murcia entera a reclamar, porque nadie impone nada, lecciones de soberanía nazarena. Y allá se sazona la devoción cofrade a golpe de vermú auténtico, de sifón y copa ancha, en la taberna de Luis de la Rosario, con sus tacos de bacalao rebozado o sus cebollas con anchoa, o en el Guinea que siempre se queda pequeño… Porque en el Perdón es tan obligado besar los pies del Señor como echarle después el mismísimo alboroque, que para eso Murcia tiene otra bula nunca escrita.

Y de eso se encargan y se encargaron, por derecho, el presidente Avilés, y Cecilio y el Tete, y aquellos otros que como el Pichi, se nos fueron este año para dar clases en el paraíso, sin pagar y para siempre, de nazarenía. También siempre, en esta hora, recuerdo a Juan Pedro Hernández, el célebre presidente que ahora andará en la Gloria.

Un gran nazareno

Si mañana mismo cambiaran de Dios, a San Antolín le daría igual. Seguiría cada lunes la carrera cuajada de espectadores al paso espléndido de sus tronos: Getsemaní, Caifás, Flagelación, Coronación, Encuentro, Verónica y Ascendimiento. Y después, el Perdón, el titular, el que a un toque de estante anda, y que anda de enhorabuena porque a su cabo de andas, Andrés Sánchez, lo han nombrado este año Nazareno del Año. Acierto del Cabildo, sin duda, que hace justicia a un huertano de raza. Basta ver cómo ese trono baja la cuesta de San Antolín y la plaza entera, ante su expresión seria y arcana,  se desborda en mil aplausos.

Suenan los carros bocina. Los llamaban, allá por el año 1601, “trompetas de hojadelata”. Después de cuatro siglos celebran hogaño su veinticinco aniversario. Son los originales toques de burla. Porque en San Antolín, pues ya quedó escrito que Cristo es uno más de ellos, hasta se permiten burlarse de él como aquellos romanos que deshonraban a los reos. Suenan los tambores sordos, roncos y entelados, barrocos, indispensables en nuestras procesiones. Son otro tesoro, otras melodías inéditas en el mundo. Palillos acompasados, “atanbores y bocinas con ruedecillas”, como se describían en 1630 en la Cofradía de Jesús. Pasa la procesión.

Cuando el Lunes Santo acaba, ya entrada la madrugada, aún queda en la ciudad cierto regusto a procesión antigua, a jornal bien ganado en el tajo de la Pasión, y el barrio retorna a sus costumbres mundanas porque para San Antolín, para aquellos que veneran al Señor del Malecón, la Resurrección se cumple cuando su Cristo retorna a la parroquia. Y sí, se acabó, se acabó este año la Semana Santa.

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