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“¿Se canta o se almuerza?”

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Una verdad casi absoluta encierra aquella máxima huertana que reza: «Cada cosa tiene su tiempo, y los nabos en Adviento». Porque cuando se acerca la Nochevieja en Murcia, como si los parroquianos tuvieran un resorte oculto vaya usted a saber dónde, las cosas que adornan nuestra Pascua vuelven a repetirse y las mismas costumbres que observaron nuestros abuelos recobran adeptos y actualidad.
 
Por no haber nada nuevo bajo el sol, ni siquiera los menús han variado demasiado en un siglo. Al menos, para algunos. Célebre es aquel anuncio de la Fonda Negra, que ofrecía a sus más distinguidos clientes “salmón en varios formatos, ostras y langostinos, langostas y perdices, caviar” sin contar los vinos y los champanes franceses». Exquisiteces que, sin embargo, no estaban al alcance de cualquier bolsillo.
  
Era la Navidad en la huerta un revuelo de preparativos, desde el escándalo de los pavos y corderos que alborotaban los corrales en su huida del cuchillo, a los hornos humeantes donde crepitaban cordiales y suspiros, tortas de recao, de naranja y de Pascua, rollos de vino a cuya preparación madres y abuelas dedicaban tardes enteras entre chismes, copitas de anís y recuerdos.
 
Como auténtica banda sonora de estas fiestas, las cuadrillas interpretaban los eternos aguilandos, a golpes de guitarro, bandurria, platillos y caña, que igual despertaban la sonrisa como el llanto por el recuerdo de quienes ya andaban por el cielo. E incluso la carcajada ante sus originales coplas y estribillos, como aquel que entonaba el coro después de repetir el último verso del trovero: «Debajo la cama está, la capaza de los rollos y no la quieren sacar».
 
El objetivo de estas cuadrillas, a veces improvisadas, aparte de una grande diversión, era recaudar fondos que se destinaban a la parroquia para obras de caridad. De puerta en puerta, se anunciaba la llegada del grupo con una pregunta sencilla y directa: «¿Se canta o se reza?». Así, en aquellos hogares de luto se prefería una oración. Y ante la puerta de amigos y familiares, la misma frase adoptaba una original variación: «¿Se canta o se almuerza?».
 
Cada mochuelo a su higuera
Las calles de Murcia bullían en Nochevieja con la misma algarabía que hoy podemos contemplar. Y, como siempre hubo y habrá clases, cada cual se acomodaba donde podía o el bolsillo le permitía. Bandadas de jóvenes recorrían la ciudad participando en fiestas populares o cotillones que, allá por los años treinta, costaban unas 3 pesetas el cubierto y 5 si se quería barra libre, que con ser libre no ofrecía más variedad que el vino tinto, el anís, la coñac y alguna botella de sidra como mucho.
 
Otros, en cambio, vestían sus más preciadas galas para acudir al Real Casino y disfrutar de una lujosa cena, orquesta incluida, y del posterior baile en el espléndido salón. Se conocía entonces como la Fiesta de las Uvas. Uvas que venían de Almería, según los diarios de la época, y que alcanzaban precios desorbitados cuando se acercaban estas fechas. Tanto es así, que la Autoridad tuvo que establecer puestos regulados en todos los mercados de la ciudad para impedir abusos.
 
Hace poco más de un siglo, ‘La Verdad’ resumía así la situación: «Como siempre, la castiza sidra empieza a presumir -por su precio- de legítimo champagne, en tanto que las uvas de Almería ya se cotizan como si hubiesen sido cosechadas en los mismísimos viñedos del paraíso”.
 
Otro lugar de interés en Nochevieja fue el Círculo de Bellas Artes, donde algún año se reunieron los artistas murcianos. Y los restaurantes y hoteles (Victoria, Hispano, El Universal, El Nido, Patrón) que ofrecían fiestas que se alargaban desde las diez de la noche a los ocho de la mañana.
 
En el teatro Romea también se organizaban funciones que, de forma puntual, se interrumpían unos minutos antes de la medianoche. En ese momento, todos los asistentes recibían su bolsita de uvas y una copa de champán para, a golpe de orquesta, despedir el año. Y luego continuaba la función.
 
Los investigadores parecen de acuerdo en señalar el año 1909 como el inicio de la tradición de dar cuenta de doce uvas al ritmo de las campanadas. Al parecer, los productores de uva tenían aquel año tantos excedentes que idearon esa curiosa forma de darle salida a su producción. Pero otra cosa es determinar dónde surgió la idea.
 
El diario El Tiempo, en su edición del 28 de diciembre de 1909, al referirse a las tradiciones y costumbres que los parroquianos observaban en Nochevieja, explica textualmente que «la gente joven come uvas, echa los años, tiran los zapatos y ejecutan toda la interminable serie de pruebas cabalísticas para saber si serán felices en el año o se casarán durante sus doce meses». El redactor, más que anunciar una nueva forma de despedir el año, parece constatar una costumbre ya arraigada entre los murcianos. Ahí queda la duda.

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