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Luna de Sangre sobre El Carmen

 

Anda la ciencia revuelta pues allá, en el firmamento, la luna se tiñe de rojo por no sé yo qué embeleco que aunque la física explica a muchos les causa miedo. Cuentan que si es un eclipse, que si un preocupante engendro, que si un alineamiento entre el sol, el astro y la tierra, de ahí su color de fuego. Y no faltan agoreras ni fanáticas ni brujas que, por sacarnos los cuartos, aseguran que es señal del final del universo.

En esas cuitas andaba mi sayón, el Mancaperros, que el pobre será muy bruto pero también es lerdo y bueno, cuando en la televisión se aclaró tan misterioso entuerto: la llaman luna de sangre y, dando este nombre por cierto, será la que sobre el Carmen anunciaba un gran cortejo: Sangre carmelitana en su desfile nazareno, tan sin igual en la tierra que hasta el mismísimo cielo se tiñe de colorao para adornar el cortejo. ¿Habrá hermandad en el mundo que haya usado ese señuelo para anunciar, urbi et orbe, su caminar cofradiero?

Hay otras cosas que, en cambio, seguirán siendo un misterio. La Sangre nunca sabe cuando entra a la ciudad, si al cruzar el viejo puente o ya superada la cuesta, camino del Arenal. La Sangre nunca sabe cuando a Murcia va a parar, si es que acaso de verdad llega y no es la propia ciudad la que, al escuchar el estrépito de los armaos, se apresura a rendir la plaza en Floridablanca, antes de que asome por encima de la sardina de Miguel Llamas, que en paz descanse, la Cruz Guía y el Pendón Mayor, con mayúsculas, que no es la Samaritana por muy fama de cantonera que le cuelguen.

El caso es que la Sangre, remota archicofradía, es la única procesión del mundo que parte de una ciudad para desfilar en otra, más allá del río. Siempre fue El Carmen aquel arrabal que acogía, allá en la Edad Media y por la plaza de Camachos, a quienes no lograban entrar a Murcia cuando se cerraban las puertas al caer la tarde. Las murallas que hoy no existen, pero que se abren cada Miércoles Santo. Y la ciudad se rinde, como ya hiciera en 1411, al paso de San Vicente Ferrer, que abre el desfile alzando un dedo al cielo como si exclamara: “¡Murcianos, aquí está la Sangre! ¿Pasa algo?”. Y, claro, pasa la procesión.

Cualquiera le lleva la contraria al fraile. Si tendrá reaños que hasta disfruta de trono propio aunque naciera diez mil años después de la Pasión. “La Sangre no tiene armaos…”, puntualiza alguien. Me la estaba guardando. Pero los tuvo, de prestigio, y hasta los vestían en París. Se conoce que por ello duraron poco.

El desfile de la Sangre, más que cortejo es revuelo de túnicas coloradas que encienden el universo. Más que desfile es tromba encarnada de miles de nazarenos, de manolas enlutadas con medias que acaricia el viento, de mayordomos antiguos, de remotos sahumerios, tarde de monas y de habas, de pláticas a pie de silla, de cruces, de cirios y varas, de caramelos en bolsas con cinticas coloradas, de bandas que, como la luna, espantan la madrugada.

Pasa Vicente Ferrer, pasa la Samaritana con su vestido coqueto, de histórica seda murciana, con su donaire de moza, altiva, fresca y lozana, y el pesado Lavatorio, y La Negación galana, hasta que llega el Pretorio, el del Berrugo y las habas.

Cuenta una antigua leyenda que cada víspera, en la madrugada, el sayón sale a la huerta para, con tiento, robarlas. Así las abuelas viejas a sus nietos asustaban. “¡Ahora no asusta a los críos ni el demonio en Santa Eulalia!”.

Porque los tiempos cambian. Pero la Sangre mantiene esa esencia cofradiera que se desborda en el puente cuando hasta Murcia se acerca. Estrena el Cristo del Pretorio una clámide nueva. “¿Una qué?”, pregunta alguno. Pues mire, una capa ligera. Dos horas y media de marcha, tres kilómetros de carrera que inundan los toques de burla, las bandas con sus cornetas, los golpes de estante recios, ese crujir de esparteñas, el repiqueteo de las varas sobre el asfalto, sobre el asfalto la cera cuando alcanza Trapería el triste Señor de las Penas.

Procesión de bares llenos, de azahar en la carrera, tarde de cañas y vinos, de sabrosas marineras, de cándida legión de niños que adornan su cabecera, de miles de espectadores, de turistas y loteras, carros de globos y pipas, pastelicos con cerveza, que los más pijos reparten en bandejicas repletas.

Ante el Señor de la Sangre tanta algarabía cesa. La luna roja se torna colorá, purpúrea y bermeja, velada por el incienso en la noche nazarena. Solo en ese instante preciso la procesión del barrio, festiva en toda su esencia, deviene recogida y seria cuando la talla de Bussy adelanta una pierna, como si fuera a desenclavarse, manando de su costado un manantial de pureza.

 

 

 

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