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La tarde en que robaron los ‘salzillos’

A los murcianos del porvenir. A ellos -a nosotros- nos dedicaba el día primero de 1901 un curioso aviso José Martínez Tornel en su legendario Diario de Murcia. El periodista advertía de que la ciudad solo tenía dos cosas que defender «de los estragos del tiempo». La Catedral y su hermosa torre, por un lado, «y la ermita de Jesús con las esculturas de Salzillo». Y añadía un consejo: «Defendedlas con tesón, pues el día que falten esas dos joyas en Murcia, esta será campo de soledad, mustio collado». Apenas tres décadas más tarde los murcianos desayunaban con la terrible noticia de que las tallas del escultor habían sido robadas.

El rumor acerca del asalto se extendió por la ciudad alrededor de las nueve de la noche del 27 de diciembre de 1928. Un redactor de El Liberal acudió de inmediato a la plaza de San Agustín, donde se encontraba (y se encuentra) la sede de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno. «La presencia de varias parejas de la Guardia Civil» denotaba la veracidad del suceso.

A través de la puerta de la sacristía, pues la principal estaba cerrada, el periodista intentó sin éxito acceder al interior. Un agente le impedía el paso. Sin embargo, la llegada del capitán Haro le franqueó la entrada.

En una de las salas se reunían el alcalde de la ciudad, el gobernador civil, el teniente coronel de la Guardia Civil, junto a otros políticos y miembros de la cofradía. Junto a ellos, el juez del distrito de la Catedral, Martín Aguado. Las tallas habían desaparecido. Las vestiduras de la Dolorosa se encontraron en su camarín y los ropajes del Cristo de la Caída en el centro de la iglesia privativa.

Paco, el conserje

El Liberal aportó otro interesante dato para la historia de la cofradía: «Sabido es que las esculturas de Salcillo están confiadas a la custodia del popular Paco, el de la montera, que tiene su domicilio en el propio edificio de la iglesia». Este Paco tenía la costumbre de recorrer el templo cada tarde, al oscurecer, para comprobar que todo estaba en su sitio. Pero en aquella aciaga tarde se entretuvo «en el Cine Sport Vidal con un nietecito suyo» y retrasó la hora de su inspección rutinaria.

A las siete y media, «unos golfillos que jugaban sus perras a cara o cruz» descubrieron que la puerta de la sacristía estaba abierta. Alertados dos guardias de seguridad, en lugar de comprobar qué ocurría, se dirigieron al cine en busca de Paco. Una vez en el interior de las capillas descubrieron el robo del San Juan, la Dolorosa, el Cristo de la Caída y el Ángel de la Oración.

El conserje recordó más tarde ante el juez que unos días antes recibió la visita de «tres caballeros elegantemente vestidos y de porte distinguido». Uno de ellos hablaba un castellano correcto, aunque los otros denotaban en la pronunciación que eran extranjeros. El español, con la excusa de que había contemplado en muchas ocasiones las célebres tallas, se despistó unos minutos.

Fue Henri Kawsky

¿Cómo había sucedido el robo? La investigación apuntaba que pudo aprovechar esos instantes para tomar «con moldes de cera las medidas de las cerraduras, las cuales no fueron forzadas para llegar hasta el interior de los camarines».

Antes de abandonar el templo, los visitantes extranjeros firmaron en el libro de visitas de la cofradía. Sus pensamientos eran ilegibles, salvo la firma de uno de ellos: Henri Kawsky. Por último, agasajaron al buen Paco con una propina de diez pesetas.

El gobernador civil, en declaraciones a El Liberal, advirtió de que los ladrones debían tener «muy bien estudiado su plan», entre otras cosas porque escogieron como botín «las cuatro mejores esculturas de Salzillo». Además, confiaba en que los autores del asalto fueran detenidos «antes del amanecer».

La primera medida que se adoptó fue el envío de órdenes telegráficas y telefónicas a todos los puestos de la Guardia Civil de la provincia para que organizaran controles en las carreteras y se registraron cuantos vehículos circularan por ellas.

A estas alturas de la crónica, que se extendía también por la segunda portada del diario, los confiados lectores de El Liberal habrían de debatirse entre la rabia y la angustia, mientras la noticia se extendía por colmados y plazas de abastos, sacristías y comercios.

Todo mentira

Es probable que muchos ciudadanos tan solo atendieran al gran titular de la noticia, de la que después se hicieron eco sin tener la precaución de leer el texto en su integridad. De haberlo hecho, habrían descubierto, ya en los dos últimos párrafos, que toda la historia era falsa. Se trataba de una de las clásicas inocentadas de la prensa para el Día de los Inocentes.

La dirección de El Liberal, pese a ello, decidió revelar en la misma edición la inocentada, sin esperar al día siguiente como era costumbre. La trascendencia de la broma no aconsejaba dilatarla en el tiempo. Pese a todo, el redactor insinuará que las tallas apenas tenían protección y aquella fábula bien podría ocurrir, como un tiempo después sucedió aunque sin éxito en la contigua parroquia de San Andrés.

«Si no conseguimos nada, el lector se habrá entretenido un rato -concluía el rotativo- y experimenta ahora la gran alegría de saber que cuanto hemos escrito ha sido fruto de nuestra imaginación». Portentosa, sin duda.

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