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Jesús o nada

En la mañana morá más bella, cuando aún no despunta el sol de primavera y unas cuantas nubes encarnadas adornan el cielo sobre Jesús, los cafés saben a procesión inminente, a golpe de tambor sordo y burla de bocina de latón, a rosario de perlas antiguas, a antiguo cíngulo floreado de alamares o amarillo de penitencia, a rosetones de tela blanca sobre el capuz, a tarima centenaria, a lirios, a claveles, a calas, a golpe de estante certero, a medias de repizco, a ligas moradas, a ese universo que cada Viernes Santo, como si de un microcosmos se tratara, acaricia y embruja la plaza de San Agustín.

Apenas unas cuantas gotas, imperceptibles sobre el asfalto, despiertan un instante la inquietud. Los penitentes se arremolinan en la calle lateral junto a la interminable fila de cruces de madera oscura. Agua pasajera que pronto despejó un enorme sol de primavera avanzada, aplastante de calor al medio día, cuando el desfile encaraba San Nicolás. La carrera, más cuajada de espectadores que nunca: cuatro, cinco, seis, siete filas de sillas en algunos lugares. San Agustín, a rebosar a la salida casi tanto como en la recogida. Jesús está en la calle con las preciadas joyas de Salzillo: el corazón de la Semana Santa murciana.

Arranca su leve caminar la pesada Cena cuando se retira el Pendón Mayor, el que cada año se coloca bajo el dintel de la puerta anunciando la procesión. El interior, esa especie de útero cofradiero, es un hervidero de estantes que atan, entre oraciones y recuerdos, sus almohadillas a la antigua tarima. Otro año más, otra carrera.

La procesión retorna

El desfile de Jesús, en puridad, no sale a las calles de Murcia. La procesión morá más bella no desfila hacia la ciudad sino que regresa y retorna a sus plazas, a su hábitat natural, al lugar donde Salzillo imaginó los pasos, para el cual los talló, al espacio donde retumban los tambores entelados, donde los tronos brillan entre luces y sombras, donde se eleva el incienso que se mezcla con el azahar, donde existen miles de gentes dispuestas a recibir un caramelo. Lo que resulta inaudito, tras el reencuentro entre la urbe y aquello que quizá mejor la define es, por tanto, la posterior recogida en la iglesia de Jesús.

En cada esquina, a cada maniobra complicada, estallan los aplausos ante La Oración y el Prendimiento que, acompañados por los sones de burla, la misma que hicieron a Cristo los romanos, acerca a esos murcianos que Salzillo inmortalizó a reencontrarse con los nietos de sus nietos. Y no es una expresión al uso. Basta recordar que los modelos del paso de Los Azotes, otro de los más aclamados por la intensa escena que describe, eran, según la leyenda, carboneros de Pliego que el genial imaginero retrató en madera.

Pasa la Verónica, frágil y moza murciana que ya anuncia la llegada de La Caída, porque Cristo mismo se va cayendo por Belluga y Trapería mientras el trono se mece y cruje, se desnivela e iguala, se bambolea en ese baile tan caótico aunque tan preciso de los pasos murcianos. Una legión de mayordomos, con sus encajes y sus zapatitos blancos, vela el caminar de los miles de penitentes que cargan, en más de un caso, hasta cuatro pesadas cruces.

Entonces llega el momento, el éxtasis morao, el instante de mayor recogimiento al paso de Nuestro Padre Jesús, titular de la institución. No es un Salzillo, curiosamente, pero se encumbra como uno de los Nazarenos que, por su rostro y su mirada, más impresionan en España. Suenan acordes de marcha nazarena.

Túnica del Bailio

Este año, el presidente de Jesús, Antonio Gómez Fayrén, ha tenido el acierto de permitir que el titular vista la bella túnica de finales del XVIII que regalara a la imagen el Bailio de Lora, después de que hayan sido restaurados sus cordones y ahogador originales. Espectacular estampa nazarena bajo el cielo despejado. Estampa que, en opinión de muchos cofrades, debería repetirse por su originalidad, categoría artística y belleza. Casi tanta como la del San Juan, apuesto y decidido, que va abriendo el camino a la Dolorosa.

El caminar de María frente a la portada barroca de la Catedral, a pesar de las pequeñas dimensiones de la talla en relación con el imponente imafronte, supone cada Viernes Santo una auténtica procesión dentro de otra y condensa siglos de nazarenía en apenas unos cuantos minutos que funden la tradición y una luz irrepetible.

Apuntaba Cossío que “al pleno sol aparecen los extraordinarios pasos. No necesitan la iluminación artificial en la noche, ni crearse una atmosfera de misterio”. En sí misma lo son. Y añadía que desfilan “llevados en andas por los hombres de la huerta murciana, con sus calzones moriscos y sus medias repizcadas, y acompañados por la emoción de todo un pueblo”. Y Carmen Conde añadiría que “Salzillo es la gracia, la ternura dulcísima, la suavidad, lo que no hiere ni punza esa sonrisa, tan difícil, de la belleza al margen de los grandes gestos”.

La mañana de Salzillo, para la que se pedirá con justicia y por derecho que sea incluida por la Unesco en la Lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Para miles de murcianos y de turistas, para cuantos han admirado alguna vez la belleza plástica y cofrade que condensa tan espectacular desfile, para aquellos que han sentido la universalidad de la procesión, será un justo e inevitable reconocimiento.

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