En Murcia, ya cumplida la primera mitad del año 1914, se armó la mundial. Pero no fue la célebre contienda que por aquellos mismos días zarandeó Europa. Se trató, en cambio, de la enésima guerra del agua, de tan encendidas arengas como la otra, y también salpicada de tumultos, de amenazas de invasión y hasta de atentados.
El 28 de junio de 1914 se produjo en Sarajevo el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona del Imperio austrohúngaro, y de su esposa. Los murcianos conocieron la noticia al día siguiente, aunque apenas tuvo trascendencia en los papeles periódicos. Al menos no tanta como las fiestas de San Luis, que se celebraban en San Antolín, y las de San Juan y San Pedro, cada una con su propia verbena y procesión.
La gran preocupación de los murcianos era entonces -¡cuándo no!- la falta de agua de riego, cuya explotación se disputaban dos bandos irreconciliables. Por un lado, los regantes de Murcia, Beniel y Orihuela, capitaneados por la Junta de Hacendados murciana. Por otro, sus colegas de la vega alta del Segura, desde Molina a Calasparra, bajo la dirección de los regantes de Cieza.
Resulta complicado resumir en un párrafo el germen del enfrentamiento, que se remontaba casi un siglo atrás. La construcción de nuevas presas y acequias en la vega alta, con la lógica expansión de terrenos cultivables, junto a la proliferación más tarde de norias y motores elevadores encendió río abajo las iras de los regantes, quienes consideraban mermadas las aportaciones históricas del cauce a sus tierras. Solo restaba, para caldear los ánimos, el azote de las sequías.
Los de allá y los de acá
El mismo día en que descerrajaban varios tiros al archiduque en Sarajevo, ‘El Liberal’ de Murcia anunciaba que la cuestión de los riegos, «como ya teníamos dicho repetidas veces, vuelve a surgir en cuanto se han iniciado los calores». La crónica, bastante irónica, resumía a la perfección qué estaba ocurriendo. «Si las disposiciones [del ministro] son favorables a los de arriba, surge la protesta viril y enérgica de los de acá»; si sucedía lo contrario, «los de allá ponen el grito en el cielo y amenazan a todo bicho viviente en hojas y mítines furibundos». Y así.
También como en la guerra auténtica, no había padres para hijos ni diputados para concejales, aunque fueran de la misma cuerda. Mientras el Ayuntamiento de Murcia convocaba una protesta para hacer valer los derechos de la ciudad sobre los caudales, algunos diputados de Cieza y Yecla visitaban al ministro para exigir lo contrario. No hay nada nuevo bajo el sol encapotado.
Protesta sobre protesta, el 29 de junio se convocó un mitin en Beniel, hasta donde se trasladaron miles de asociados murcianos de la Federación Agraria en un tren fletado para la ocasión. «No somos enemigos de la política ni de la religión: lo somos de la tiranía y el caciquismo», exclamaban a gritos los sindicalistas. La tensión crece. Los manifestantes advierten de que «nos quitan las aguas del Segura». Y de ello solo culpaban a los caciques de la vega alta, a donde amenazan con desplazarse para defender sus derechos. «¡Y si nuestros propietarios no nos ayudan, no les pagaremos el rento!», concluían retadores.
El día en que estalló la guerra, con la invasión de Serbia por Autria-Hungría el 28 de julio, el diario ‘El Tiempo’ anunciaba que las informaciones sobre el conflicto europeo eran «más optimistas. Las potencias trabajan para darle una solución favorable al asunto». Eso sí, el diario advertía de que «se va a armar un jolgorio de dos mil demonios». Pero ya se había armado.
Otro periódico murciano, ‘El Liberal’, tampoco aclaraba la situación. «Como desde las primeras horas de la tarde la comunicación telefónica con París esta interrumpida -afirmaba el rotativo-, esto ha contribuido a que se fantasee mucho sobre la guerra austro-serbia». No eran fantasías. El mismo día, este diario publicaba los nombres de los ganadores de su sorteo Los Regalos del Veraneo. El primer premio consistía en «el veraneo en Torrevieja o 250 pesetas»; el segundo, una excursión a Alicante o 200 pesetas.
¡A derribar las compuertas!
La novedad de la contienda en Europa tampoco entonces desbancó de las portadas la particular guerra del agua murciana. De hecho, ‘El Tiempo’ arremetió el día 29 contra los ciezanos, quienes se negaban a autorizar para Murcia «las aguas de gracia a que tiene derecho, sobre todo cuando la salud pública se ve amenazada».
Al día siguiente sonaron, literalmente, las caracolas en la huerta. Los periodistas supieron más tarde que unos 200 huertanos se dirigieron al Molino de Aljucer para destruir las presas que detenían el agua. Lo mismo intentaron en el Molino La Providencia, aunque sin éxito por la actuación de la Guardia Civil. Mientras, el arrendatario del Molino de Oliver pedía ayuda al alcalde. Al tiempo que se bombardeaba Belgrado, la guerra también parecía haber llegado a la huerta. Una semana más tarde, aunque ese es tema sobre el que abundar, se desmintieron los asaltos.
Durante toda la I Guerra Mundial, que concluyó el 11 de noviembre de 1918, la cuestión del agua acaparó miles y miles de titulares. En julio de aquel año, por ejemplo, ‘El Tiempo’ se hizo eco de las quejas del Consistorio, en cuyo Pleno se exigió «que se procure que los regantes de la vega alta no abusen del agua».
Cada loco con su tema. Solo tres días antes de que Alemania firmara el armisticio de Compiègne, mientras los diarios regionales señalaban que «la paz es un hecho», los murcianos celebraban aún más las abundantes lluvias que empapaban la tierra desde hacía días. De nuevo, una noticia de alcance.
Quizá alguien recordó entonces a aquel anónimo redactor de ‘El Liberal’ que, recién comenzada la Guerra Mundial, lamentaba en las páginas del rotativo cómo la secular falta de infraestructuras impedía ahorrar más recursos hídricos. Porque, según escribió, «el agua que se ha perdido sería la paz de todos, el ramo de olivo se interpondría entre regantes de arriba y de abajo». Poco imaginaba el bendito que, en cuestiones de agua, ni existía entonces ni se ha inventado aún un armisticio duradero.