Toque usted, supersticioso lector, madera. Y no quiera Dios que para ello tenga que palparse el cráneo. Pero si lo hace y encuentra la llamada “madera del aire”, aparte de cornudo, será un portento de la naturaleza. Eso le sucedió –y mire si habrá gente en el mundo- a un pobre murciano a finales del siglo XVIII. La historia lo recuerda como el primer astado humano con certificado de autenticidad.
José Correa, “cirujano de esta Corte” y con domicilio en la calle de la Cava Baja, emitió un extraordinario informe oficial sobre el caso. En el documento relató cómo en abril de 1767 llegó a su casa “un caballero de distinción que confesó ser del Reino de Murcia, y de edad de sesenta y siete años, poco más o menos”.
El paciente solicitó a Correa que le examinara “dos monstruosidades que, según se demostraban eran, hablando con el respeto debido, dos palos de madera del aire”. Madera del aire, curiosa metáfora utilizaba en la época para no llamar cornudo a quien lo era. Por aquellos mismos años, el padre Esteban de Terreros explicaba en su ‘Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes’ que “madera del aire es expresión comúnmente tenida para cosas serias, por locución más culta que la voz cuerno”.
El cirujano describió que ambas astas eran “del mismo color, dureza, sustancia y figura que las de un cordero”. Mientras inspeccionaba tan sorprendentes pitones, aquel desventurado hombre le confesó que había recorrido “varias tierras y lugares a fin de que se los cortasen, y ningún cirujano quiso encargarse de dicha operación”. Pero Correa no se arredró y “fueron por mi separados por medio de la sierra de amputar, lo que así juro por Dios”.
“Formidables astas”
Junto a la declaración del cirujano también se conserva la que aportó una tal Cándida Trijueque, “de estado honesto y vivir en la calle de la Cavavaja” y quien afirmó que había recibido a “un hombre embozado y con sombrero de tres vientos”.
El extraño visitante “se quitó su sombrero e inmediatamente se le vieron de manifiesto dos cuernos”. Por nadie pase. Huelga apuntar el asombro del cirujano y la sirvienta mientras comprobaban que aquellas formidables astas eran auténticas. Convencido del prodigio y recuperado del espanto, el médico, según el testimonio de Cándida, aseguró “al sujeto que los traía puestos”. Y tanto.
El cirujano utilizó para extirpar los cuernos “una sierra armada con su votante de hierro y mango de madera torneado”. El paciente, al ver la sierra, pensó que el remedio sería peor que la enfermedad, aunque Correa le advirtió de que “no le sobrevendría cosa alguna”. Entretanto, al murciano lo sujetaban otros dos cirujanos presentes en la improvisada operación. El proceso duró una media hora.
De aquellos dos colegas de profesión quedaron para la historia sus testimonios. Eran Gerónimo López y Francisco Loyti. Ambos declararon que Correa decía la verdad. López aseguró que “lo sabe por haberlo visto y haber ayudado como uno de los que [se] hallaron presentes al hacer la operación”.
Loity añadió que al cornudo “se le divisaron dos bultos que llamaban de monstruosidad por hallarse en persona racional”, aunque en su presencia nadie osó llamarlos cuernos. Nobleza obliga. Para López eran similares a “cuernos de cordero […] por el color y la dureza, dificultad en su sierra y el polvo que esta arrojaba”.
¿Quién era aquel cornudo? Ninguno de los testigos, como es natural, se atrevió a preguntarle el nombre. Pero todos coincidieron en señalar que provenía de Murcia. Cándida recordó que el paciente llevaba “un vestido militar color perla” y “una Venera del Hábito de Santiago con una cinta o cordón encarnado”. Descripción que ratificó Loyti.
Otros testigos del acontecimiento, que se encontraban en la casa de Correa cuando se presentó el visitante, eran Manuel Gómez y Andrés Colomo, ambos cirujanos navarros, y el platero Juan Yanguar.
Testimonios ante escribano
Todos ellos, salvo Yanguar que andaba enfermo, ratificaron sus testimonios el 22 de mayo de 1767 ante Pedro José Valiente, escribano público y caballero de la Orden de Calatrava del Consejo de su Majestad. Conocido el asunto por el Conde de Floridablanca envió los cuernos a José Clavijo, director del Real Gabinete de Historia Natural, antecesor del actual Museo Nacional de ciencias Naturales.
El Conde adjuntó una escueta carta que rezaba: “Emito a Vm. dos hastas pequeñas cortadas a un hombre por el Zirujano don Josef Correa”. Clavijo, por su parte, confirmó más tarde que tan singulares trofeos se expondrían en el gabinete junto al acta “que acredita este suceso extraordinario”.
Toda la documentación se conserva en Madrid, en el archivo del Museo de Ciencias Naturales y en la obra del médico Juan Risco, quien publicó un librito sobre el caso apenas tres años después de los hechos. El paradero de los cuernos, que debían ser tumores, y la identidad de nuestro histórico cornudo no se conocen en la actualidad. Para descanso de sus descendientes.