Solo una vez al año, a las diez en punto del Jueves Santo, Murcia se queda a oscuras. Apenas el parpadeo de algún semáforo distraído ilumina la carrera nazarena. El cortejo central de la Semana Santa, el que parte de San Lorenzo, el que saca a las calles de la ciudad el inquietante Cristo del Refugio, procesión de luto donde sus cofrades hacen voto de silencio desde que, en sus hogares, visten la túnica negra y morada.
Madrugada de corales que, en cada esquina, quiebran el silencio impuesto en el recorrido, siempre nutrido de espectadores aunque la noche esté avanzada. Pasa Cristo muerto en un trono de plata entre enormes faroles, entre los capuces de sus estantes que, descalzos, andan. Y resuena en la tarima antigua el golpe de la campana, que este trono así camina. Calle a calle, portal a portal, la ciudad está a oscuras.
Calles y nubes oscuras, no hay pájaros que arañen el cielo, ni música ni más lamento que el andar firme y sereno del Crucificado que arranca suspiros en San Lorenzo. La procesión va pasando sobre un lecho de sombrío asfalto, sin caramelos. Túnicas de antifaz morado y, entre las filas, monaguillos que parecen asustados. Como para no asustarse, si no cabe más sufrimiento.
Pasa el Cristo del Refugio. Ni las estrellas se atreven a iluminar su rostro. Su mirada, derrotada, buscando en las filas consuelo. Pero nadie grita su nombre, nadie acude a socorrerlo, avanza el desfile en silencio.